Así Escribo
Titila el cursor, la pantalla permanece alba, inmune, silenciosa. No habla, no canta, no baila. Celosa, distante, retiene ilusiones, guarda pensamientos, esconde sentires. Quitar ese manto blanco, desnudar el contorno de cada letra, resaltar el negro tinta de las palabras, romper el silencio del papel, pensar en voz alta buscando un eco amigo, tareas propias del escritor. En eso ando, en eso existo, en eso estoy.
About Me
- Name: Gabriel
- Location: Villa Ballester, Buenos Aires, Argentina
Compartir, desnudar el corazón y mostrar el alma, ofrecerse, pensar o reflexionar. Ser, nadie en especial, y especial para quien de este modo lo sienta.
Wednesday, October 25, 2006
El nogal de los muebles y de las paredes se pierde en las penumbras de pequeñas velas encendidas que descubren, apenas, las finas telas de los sillones. Hay un músico, un violín, suave, armónico. La melodía es familiar, o tal vez no, pero la musa emana natural, como si no le fuera ningún esfuerzo en ello. Las mesas llevan ramilletes de rosas jóvenes, amarillas, que a la tenue luz de las velas se convierten en el encuentro de las miradas de algunas parejas. Otros grupos charlan tranquilamente, en lo que llamaría un ambiente agradable. En mi mesa estoy solo, diría quien me viera. Me pierdo en la dulce melodía, me balanceo suavemente como la llama de mi centro de mesa donde reposan también mis pimpollos. Busco en ellos tu mirada cómplice. No estás. Sé que hoy estamos lejos uno del otro. Una copa, un vino tinto, italiano. Bebo un poco. Mis labios se entibian. La música continua, parece ser eterna. No cesa, no se apresura, fluye, me envuelve, me avisa que no me apresure. Me llama, me indica que te busque, en los pimpollos quizás. Mi vela te ilumina, tus ojos me ven, tus labios me acarician, tu finas formas emergen de las tenues luces. Me enamoro, como cada vez que te veo, que te pienso, que te extraño. Más aún del día que nos dimos el sí. Me inundo en sueños, de jugos de vides, de melodías románticas, de luces de velas, de suavidad de rosas. El músico termina su pieza, los presentes aplauden. Una brisa flaquea la vela de mesa de roble. Un pétalo, aunque joven cae dentro de mi copa vacía. Estuvimos juntos, en alma, en amor. Sin prisa, te extraño con cariño y deseo, sabiendo que nuestros cuerpos ya se encontrarán.
Wednesday, October 18, 2006
Una lágrima
Una lágrima, de amor o de alegría o de llanto.
Un llanto, de amargura, de dolor, de desesperación.
Una alegría, mía o tuya, ¿qué diferencia hay?
Un amor, el mío, el tuyo, el nuestro.
Mis tristezas, tus compañías.
Mi dolor, tu compasión.
Mi casa, por vos, un hogar.
El futuro, nuestras esperanzas.
Un amor, el mío, el tuyo, el nuestro.
Un Gabriel, una Alejandra.
Un llanto, de amargura, de dolor, de desesperación.
Una alegría, mía o tuya, ¿qué diferencia hay?
Un amor, el mío, el tuyo, el nuestro.
Mis tristezas, tus compañías.
Mi dolor, tu compasión.
Mi casa, por vos, un hogar.
El futuro, nuestras esperanzas.
Un amor, el mío, el tuyo, el nuestro.
Un Gabriel, una Alejandra.
Tuesday, October 10, 2006
El Triángulo
Atiborrados, esto se parece más a una plataforma de micros en vacaciones de invierno que a un aeropuerto internacional. Y no sólo por la cantidad de pasajeros en esta minúscula sala Cuatro, sino además por las bajas temperaturas de este mayo, una buena muestra del frío de las próximas semanas. El año pasado, en agosto, los treinta grados centígrados de promedio dejaron mi ropa de abrigo arrugándose en la valija. Esta noche, cuando más necesito lanita, mis prendas de invierno duermen en casa. Para peores, mi cuello redondo preferido tiene una visible mancha, recuerdo de la cena de ayer en ese lujoso restaurante orgánico. Una mancha grande, pero sana. Vergüenza o frío, vergüenza.
Jamás programarían un vuelo a Europa desde acá. Las puertas Cuatro A, Cuatro B y Cuatro C, están en el subsuelo y ocupan la misma superficie que la perfumada, espaciosa y cómoda puerta dos. Efectivamente, desde allí sale un vuelo a Madrid. Si algún europeo se equivocara y descendiera por las escaleras mecánicas, que hoy tampoco funcionan, se encontraría con todos nosotros, los encapsulados pasajeros a Buenos Aires, Santiago de Chile y Asunción. El bullicio lo empujaría hacia arriba. La cantidad de gente lo asustaría, y se arrepentiría de haberse equivocado en bajar. No queda un solo espacio libre en el piso, y menos en estos sillones de descarte convertidos en triunfo por los que logramos obtener uno.
Hacinados. No me sorprendo, una vez más llegué temprano a la terminal, para sortear el apocalíptico consejo de salir temprano de la oficina los viernes, y una vez más mi vuelo se retrasa. Cuando oigo el murmullo consensuado de quejas, caigo en la cuenta que no soy el único. Seguramente, el vuelo a Madrid ocupa nuestro lugar. Así es, última llamada para abordar pasajeros a la ciudad española. Si pudiera, me resignaría. El lugar está colmado, de negocios no logrados, de éxitos conseguidos, de auditores exhaustos, de esquiadores expertos, de jóvenes mieleros, de familias en viaje. Y hay chicos, muchos chicos. Quizás no tantos, pero son tan revoltosos que parecen un millar. ¿Todos durmieron siesta hoy? Inocentes criaturas que la noche no logra vencer. Se esparcen como confites que caen al suelo. Los padres convierten sus sentidos en radares y los llaman con firmeza, alimentando la bulla generalizada. Y vuelven, a buscar otra galletita y vuelven a irse, a correr, a saltar. ¿Quién pudiera volver a ser chico?
Al que sí el sueño le ganó la pulseada es al gran hombre de negocios que tengo en frente mío. Enorme y obeso. Su panza apenas deja espacio para el maletín. Tiene los brazos apoyados sobre el portafolios. Enorme también su reloj, armónico con él. Si estuviera despierto le daría unos consejos sobre alimentación sana, pero duerme o dormita, no lo sé. Se cae un nene, el rubiecito endiablado que le pega a los demás. Grita, llora un dolor que seguro no es tal. El gordo de los mil negocios se sobresalta, se despierta. Me mira, observa la mancha de salsa en mi pulóver, se sonríe, y se vuelve a dormir, quizás pensando que si no tuviera sueño me aconsejaría cómo comer.
Encimados, todos, pero en especial la pareja de mieleros. Imagino que serán mieleros, porque se ven como siameses. Desconozco si hay un momento tan especial en la vida de todo matrimonio como la luna de miel. En mi caso eso quedó muy atrás en el tiempo, pero sí recuerdo que la pasamos muy bien. La noche que nos casamos llovió como para no parar nunca más, y casi fue así, porque al volver de las doradas playas de Punta Cana seguía lloviendo como aquella noche, y no había cesado en toda la semana. Ahora estos dos jóvenes no sé si van o vuelven. Si tan solo hablaran podría adivinar de donde son, pero hoy se comunican en el lenguaje del cariño y la pasión. Él está blanco papel, por lo que estarían saliendo, pero ella tiene un color café con leche brilloso que solo se consigue con el sol del Caribe o del Norte de Brasil. Vuelven, sí. Él es albino y seguirá sus días a la luz artificial de un cubículo donde la única oportunidad de ver la luz del día es salir a fumar a la calle. ¡Qué manera de besarse! Ni mieleros deben ser, son novios en primeras vacaciones juntos. ¡Ey!, eso pasa los límites del horario de protección al menor. Con lo que se ve en estos días por televisión, la frase es un desacierto. ¿Quién pudiera volver a tener esa pasión?
Amontonados, ni ganas de ir al baño. Bueno, ganas sí, pero es preferible no perder el asientito. Por más viejo e incómodo que sea, es mejor que el piso. Me incorporo, estaba encorvado como un signo de interrogación, pongo la espalda derecha. ¡Uy! Vaya a saber uno cuántas vértebras sonaron. Comienzo a dudar si no conviene ir al baño y sentarse luego en el piso. Esta butaquita me está matando. ¿Cómo hace el gordo para dormir? Primero habría que preguntar cómo logró sentarse.
También están los lectores. Siempre intento verles el libro (grande, gordo, de bolsillo), el tópico (novela, autoayuda, economía) y si lo leí o no. Soy el juez que determina si el libro se corresponde con quien lo lee. Más de una vez me tenté en acercar e intercambiar opiniones o en pedir recomendaciones, pero nunca lo hice. Un hombre, que por edad podría ser mi padre, lee El último lector de Ricardo Piglia. Según confesión del autor, el más íntimo que haya escrito. Sigue una línea propia de escritores y personajes que leen o poseen libros, una correlación natural que volcó en su texto. Empieza mi juego. Leí el libro, el juzgamiento está justificado. Me gustó, el examen será con más rigor. Hay tiempo, la prueba será minuciosa. El juzgado es argentino, no tengo dudas, su vestimenta concuerda perfectamente con esos empresarios de buen vestir y mejor pasar que cómodamente viven en algún semipiso de Belgrano o en cualquier country de Pilar. De niño habrá tenido esa vida dura, de padres inmigrantes, forjadores de esa conducta del trabajo, del esfuerzo. Sin que falte ni sobre nada. Y hoy, quizás sea abuelo, de nietos inundados de regalos a los que puede malcriar. Aunque solo en fines de semana, porque de lunes a viernes debe pelear como león en las junglas de Buenos Aires, San Pablo o la ciudad a donde los negocios lo lleven. Lee con las piernas cruzadas, una clara posición de vida relajada, o mejor dicho de momento relajado. Ileso y ganador en la jungla paulista, habrá cerrado algún trato importante. De otro modo estaría revisando en su computador portátil, una y otra vez, las variables que no resultaron como planeado. De premio se regala esta paz que logra una buena lectura, inclusive en medio de esta otra selva, que es este aeropuerto. Los niños gritan más fuerte que nunca, y el hombre no se distrae del tesoro que disfruta. El entorno simplemente desaparece y se pueden consumir horas que apenas si parecen un instante. Hay textos que logran eso, te atrapan hasta el final de cada párrafo, quedás preso, y salís libre al comenzar el párrafo siguiente, y allí te atrapan de nuevo. Ya podría adelantar el veredicto, pero no quiero, no tan rápido. Aunque, el perfil da para aprobarlo. Pisando los sesenta, o apenas superados, seguro leyó los libros mencionados en el de hoy, y de tanto en tanto con su cabeza asiente con el autor. Así las cosas, lo apruebo, más que eso, se gana un sobresaliente y me pregunto si en el futuro podría ser como él.
Me sonrío, en contraste con tantas caras largas de tan larga espera, me sonrío. Resignado a la voluntad de este aeropuerto, me sonrío. Y más cuando veo cómo escribe el que está a mi lado. Por favor, ¡qué caligrafía! Si no es médico es farmacéutico. Muy rara vez uno ve la letra de los farmacéuticos, pero si son capaces de leer las recetas es porque escriben igual que los doctores. ¡Con qué pasión escribe! Pero no se entiende si son letras, números o jeroglíficos. Si yo no estuviera escribiendo, le prestaría la notebook. Su texto sería legible en la legendaria Times New Roman 12 o en la típica Arial 11.
–¿Joven? ¿Me permite un comentario?
¡Eh! ¿Me habló a mí? –Sí, dígame.– le respondo un poco confundido, un poco sobresaltado.
–Recordará usted cómo se extrañaba Kafka al saber que algunos escritores mecanografiaban sus escritos, ya que para él la escritura de puño y letra configuraba el fluir natural del cuerpo, y que las ruidosas y frías teclas de las máquinas de escribir tan sólo podían interrumpir ese flujo, me permito decir yo, mágico.
–Sí.– lanzo en forma certera y convincente. Justamente eso debe estar leyendo el empresario. –¿Pero por qué me lo dice? – inocentemente interrogo.
–Le aclaro que si yo soy el que está a su izquierda, recíprocamente usted es quien está a mi derecha. Su escrito se ve distante, frío en la pantalla, pero eso sí, prolijo, y sobre todo, legible.
Me habla con un tono parsimonioso, claro, modulando cada palabra como si me estuviera enseñando algo complejo. No atino a decir nada antes de que mi maestro continúe.
–No se incomode, solo le aconsejo que siga así.
–¿Así? No entiendo.– Realmente no le entiendo.
–Sí, así. Tiene usted el bosquejo de lo que denomino el triángulo de la escritura.–
Hace una pausa, quizás para darme una oportunidad de decirle que ya sé de que habla. Imagino que habrá leído en mi cara que no logro entender, por eso sigue:
–Un lado está formado por la capacidad y la paciencia de observar, de ver, de conjeturar. El segundo lado lo configura la lectura, de los clásicos de siempre y de los buenos de hoy. La base que sostiene a ambos y coadyuva a forjar a un escritor es la pasión. Pasión por contar, por entretener, por entretenerse. Por sentir, por trascender, por ser. A mi entender, usted la tiene. Sólo debe seguir delineando su triángulo.
LanChile anuncia su vuelo, Aerolíneas Argentinas el mío. Toma sus cosas y se apresta a formar fila en la puerta Cuatro A. Cierro la computadora, logro emitir un “Gracias”, mientras la fila de mi puerta Cuatro B ya tiene muchos pasajeros. Los que permanecen sentados saldrán más tarde con destino Asunción por la puerta Cuatro C.
Jamás programarían un vuelo a Europa desde acá. Las puertas Cuatro A, Cuatro B y Cuatro C, están en el subsuelo y ocupan la misma superficie que la perfumada, espaciosa y cómoda puerta dos. Efectivamente, desde allí sale un vuelo a Madrid. Si algún europeo se equivocara y descendiera por las escaleras mecánicas, que hoy tampoco funcionan, se encontraría con todos nosotros, los encapsulados pasajeros a Buenos Aires, Santiago de Chile y Asunción. El bullicio lo empujaría hacia arriba. La cantidad de gente lo asustaría, y se arrepentiría de haberse equivocado en bajar. No queda un solo espacio libre en el piso, y menos en estos sillones de descarte convertidos en triunfo por los que logramos obtener uno.
Hacinados. No me sorprendo, una vez más llegué temprano a la terminal, para sortear el apocalíptico consejo de salir temprano de la oficina los viernes, y una vez más mi vuelo se retrasa. Cuando oigo el murmullo consensuado de quejas, caigo en la cuenta que no soy el único. Seguramente, el vuelo a Madrid ocupa nuestro lugar. Así es, última llamada para abordar pasajeros a la ciudad española. Si pudiera, me resignaría. El lugar está colmado, de negocios no logrados, de éxitos conseguidos, de auditores exhaustos, de esquiadores expertos, de jóvenes mieleros, de familias en viaje. Y hay chicos, muchos chicos. Quizás no tantos, pero son tan revoltosos que parecen un millar. ¿Todos durmieron siesta hoy? Inocentes criaturas que la noche no logra vencer. Se esparcen como confites que caen al suelo. Los padres convierten sus sentidos en radares y los llaman con firmeza, alimentando la bulla generalizada. Y vuelven, a buscar otra galletita y vuelven a irse, a correr, a saltar. ¿Quién pudiera volver a ser chico?
Al que sí el sueño le ganó la pulseada es al gran hombre de negocios que tengo en frente mío. Enorme y obeso. Su panza apenas deja espacio para el maletín. Tiene los brazos apoyados sobre el portafolios. Enorme también su reloj, armónico con él. Si estuviera despierto le daría unos consejos sobre alimentación sana, pero duerme o dormita, no lo sé. Se cae un nene, el rubiecito endiablado que le pega a los demás. Grita, llora un dolor que seguro no es tal. El gordo de los mil negocios se sobresalta, se despierta. Me mira, observa la mancha de salsa en mi pulóver, se sonríe, y se vuelve a dormir, quizás pensando que si no tuviera sueño me aconsejaría cómo comer.
Encimados, todos, pero en especial la pareja de mieleros. Imagino que serán mieleros, porque se ven como siameses. Desconozco si hay un momento tan especial en la vida de todo matrimonio como la luna de miel. En mi caso eso quedó muy atrás en el tiempo, pero sí recuerdo que la pasamos muy bien. La noche que nos casamos llovió como para no parar nunca más, y casi fue así, porque al volver de las doradas playas de Punta Cana seguía lloviendo como aquella noche, y no había cesado en toda la semana. Ahora estos dos jóvenes no sé si van o vuelven. Si tan solo hablaran podría adivinar de donde son, pero hoy se comunican en el lenguaje del cariño y la pasión. Él está blanco papel, por lo que estarían saliendo, pero ella tiene un color café con leche brilloso que solo se consigue con el sol del Caribe o del Norte de Brasil. Vuelven, sí. Él es albino y seguirá sus días a la luz artificial de un cubículo donde la única oportunidad de ver la luz del día es salir a fumar a la calle. ¡Qué manera de besarse! Ni mieleros deben ser, son novios en primeras vacaciones juntos. ¡Ey!, eso pasa los límites del horario de protección al menor. Con lo que se ve en estos días por televisión, la frase es un desacierto. ¿Quién pudiera volver a tener esa pasión?
Amontonados, ni ganas de ir al baño. Bueno, ganas sí, pero es preferible no perder el asientito. Por más viejo e incómodo que sea, es mejor que el piso. Me incorporo, estaba encorvado como un signo de interrogación, pongo la espalda derecha. ¡Uy! Vaya a saber uno cuántas vértebras sonaron. Comienzo a dudar si no conviene ir al baño y sentarse luego en el piso. Esta butaquita me está matando. ¿Cómo hace el gordo para dormir? Primero habría que preguntar cómo logró sentarse.
También están los lectores. Siempre intento verles el libro (grande, gordo, de bolsillo), el tópico (novela, autoayuda, economía) y si lo leí o no. Soy el juez que determina si el libro se corresponde con quien lo lee. Más de una vez me tenté en acercar e intercambiar opiniones o en pedir recomendaciones, pero nunca lo hice. Un hombre, que por edad podría ser mi padre, lee El último lector de Ricardo Piglia. Según confesión del autor, el más íntimo que haya escrito. Sigue una línea propia de escritores y personajes que leen o poseen libros, una correlación natural que volcó en su texto. Empieza mi juego. Leí el libro, el juzgamiento está justificado. Me gustó, el examen será con más rigor. Hay tiempo, la prueba será minuciosa. El juzgado es argentino, no tengo dudas, su vestimenta concuerda perfectamente con esos empresarios de buen vestir y mejor pasar que cómodamente viven en algún semipiso de Belgrano o en cualquier country de Pilar. De niño habrá tenido esa vida dura, de padres inmigrantes, forjadores de esa conducta del trabajo, del esfuerzo. Sin que falte ni sobre nada. Y hoy, quizás sea abuelo, de nietos inundados de regalos a los que puede malcriar. Aunque solo en fines de semana, porque de lunes a viernes debe pelear como león en las junglas de Buenos Aires, San Pablo o la ciudad a donde los negocios lo lleven. Lee con las piernas cruzadas, una clara posición de vida relajada, o mejor dicho de momento relajado. Ileso y ganador en la jungla paulista, habrá cerrado algún trato importante. De otro modo estaría revisando en su computador portátil, una y otra vez, las variables que no resultaron como planeado. De premio se regala esta paz que logra una buena lectura, inclusive en medio de esta otra selva, que es este aeropuerto. Los niños gritan más fuerte que nunca, y el hombre no se distrae del tesoro que disfruta. El entorno simplemente desaparece y se pueden consumir horas que apenas si parecen un instante. Hay textos que logran eso, te atrapan hasta el final de cada párrafo, quedás preso, y salís libre al comenzar el párrafo siguiente, y allí te atrapan de nuevo. Ya podría adelantar el veredicto, pero no quiero, no tan rápido. Aunque, el perfil da para aprobarlo. Pisando los sesenta, o apenas superados, seguro leyó los libros mencionados en el de hoy, y de tanto en tanto con su cabeza asiente con el autor. Así las cosas, lo apruebo, más que eso, se gana un sobresaliente y me pregunto si en el futuro podría ser como él.
Me sonrío, en contraste con tantas caras largas de tan larga espera, me sonrío. Resignado a la voluntad de este aeropuerto, me sonrío. Y más cuando veo cómo escribe el que está a mi lado. Por favor, ¡qué caligrafía! Si no es médico es farmacéutico. Muy rara vez uno ve la letra de los farmacéuticos, pero si son capaces de leer las recetas es porque escriben igual que los doctores. ¡Con qué pasión escribe! Pero no se entiende si son letras, números o jeroglíficos. Si yo no estuviera escribiendo, le prestaría la notebook. Su texto sería legible en la legendaria Times New Roman 12 o en la típica Arial 11.
–¿Joven? ¿Me permite un comentario?
¡Eh! ¿Me habló a mí? –Sí, dígame.– le respondo un poco confundido, un poco sobresaltado.
–Recordará usted cómo se extrañaba Kafka al saber que algunos escritores mecanografiaban sus escritos, ya que para él la escritura de puño y letra configuraba el fluir natural del cuerpo, y que las ruidosas y frías teclas de las máquinas de escribir tan sólo podían interrumpir ese flujo, me permito decir yo, mágico.
–Sí.– lanzo en forma certera y convincente. Justamente eso debe estar leyendo el empresario. –¿Pero por qué me lo dice? – inocentemente interrogo.
–Le aclaro que si yo soy el que está a su izquierda, recíprocamente usted es quien está a mi derecha. Su escrito se ve distante, frío en la pantalla, pero eso sí, prolijo, y sobre todo, legible.
Me habla con un tono parsimonioso, claro, modulando cada palabra como si me estuviera enseñando algo complejo. No atino a decir nada antes de que mi maestro continúe.
–No se incomode, solo le aconsejo que siga así.
–¿Así? No entiendo.– Realmente no le entiendo.
–Sí, así. Tiene usted el bosquejo de lo que denomino el triángulo de la escritura.–
Hace una pausa, quizás para darme una oportunidad de decirle que ya sé de que habla. Imagino que habrá leído en mi cara que no logro entender, por eso sigue:
–Un lado está formado por la capacidad y la paciencia de observar, de ver, de conjeturar. El segundo lado lo configura la lectura, de los clásicos de siempre y de los buenos de hoy. La base que sostiene a ambos y coadyuva a forjar a un escritor es la pasión. Pasión por contar, por entretener, por entretenerse. Por sentir, por trascender, por ser. A mi entender, usted la tiene. Sólo debe seguir delineando su triángulo.
LanChile anuncia su vuelo, Aerolíneas Argentinas el mío. Toma sus cosas y se apresta a formar fila en la puerta Cuatro A. Cierro la computadora, logro emitir un “Gracias”, mientras la fila de mi puerta Cuatro B ya tiene muchos pasajeros. Los que permanecen sentados saldrán más tarde con destino Asunción por la puerta Cuatro C.
Prueba
El perro de la casa lo presiente. Sólo ladra mientras el periódico vuela hasta la puerta de entrada, como si el golpe seco contra la madera fuera la orden de silencio. Cae pesado e inerte el diario del domingo. Ni el ladrido ni el ruido del diario despiertan a Fernando. Florencia sin notar a Ringo o al bloque de papel, piensa y toma fuerzas.
Creía que sería más fácil, pero todas las parejas pasarían por lo mismo. Ahora con el ascenso, el trabajo se le complicaría más. Tenían la prepaga y, mal que mal, un buen pasar. Podrían ahorrar y tal vez casarse. Casarse o armar el cuarto del bebé. ¡Qué bonito! Todo en la gama del verde pastel, con una simpática guarda de animalitos de la selva. Cortinas de fino voile blanco, para que tenga linda luz natural. Tendrían que contratar a una niñera. Ella no abandonaría su trabajo y su profesión, pero tampoco dejaría al bebé todos los días con su suegra. Una cosa es una ayuda, pero otra muy distinta es que la madre de Fernando terminara educando a su hijo. ¿Y Fernando? ¿Qué querría? Siempre se quejaba de los bebés de los demás. ¡Cómo dormía el condenado!
Ringo vuelve a ladrar y no se detendrá hasta que le den de comer. Es su hora. Fernando se despierta y ve que Florencia ya se levantó. En su mesa de luz hay una cajita que tapa la foto de los dos en la playa. “EVATEST®” leen sus ojos con mucho esfuerzo.
–¡Flor!
–Dos minutos, hay que esperar dos minutos– murmura ella saliendo del baño.
Dicen que el destino está escrito. Hoy leerán palotes. Uno o dos. Con eso bastará.
Creía que sería más fácil, pero todas las parejas pasarían por lo mismo. Ahora con el ascenso, el trabajo se le complicaría más. Tenían la prepaga y, mal que mal, un buen pasar. Podrían ahorrar y tal vez casarse. Casarse o armar el cuarto del bebé. ¡Qué bonito! Todo en la gama del verde pastel, con una simpática guarda de animalitos de la selva. Cortinas de fino voile blanco, para que tenga linda luz natural. Tendrían que contratar a una niñera. Ella no abandonaría su trabajo y su profesión, pero tampoco dejaría al bebé todos los días con su suegra. Una cosa es una ayuda, pero otra muy distinta es que la madre de Fernando terminara educando a su hijo. ¿Y Fernando? ¿Qué querría? Siempre se quejaba de los bebés de los demás. ¡Cómo dormía el condenado!
Ringo vuelve a ladrar y no se detendrá hasta que le den de comer. Es su hora. Fernando se despierta y ve que Florencia ya se levantó. En su mesa de luz hay una cajita que tapa la foto de los dos en la playa. “EVATEST®” leen sus ojos con mucho esfuerzo.
–¡Flor!
–Dos minutos, hay que esperar dos minutos– murmura ella saliendo del baño.
Dicen que el destino está escrito. Hoy leerán palotes. Uno o dos. Con eso bastará.
Oficina
El sol de la tarde se ha apagado detrás de los edificios de enfrente que devuelven a su ventana luces blancas de oficinas. La suya, en cambio, oscurece más rápido que la tarde. No queda nadie en la empresa, salvo el sereno. Es hora de estar en casa. Su celular, mudo, vibra en forma incesante. No se cansa, insiste y parece inquietarse. Son los mensajes que le han dejado durante el día. Una pequeña luz roja destella en su teléfono fijo. El desvío de llamadas al contestador automático ha dado efectos. Una veintena de mensajes esperan ser escuchados. Ésos y los del celular son todos por trabajo. El identificador de llamadas ha sido su cómplice.
En sus anteojos se refleja el logo de la compañía yendo de izquierda a derecha sin prisa y sin pausa, como uno de los trenes de juguete de su hijo. Su rostro, serio, pálido, quieto aparece como una foto sobre el monitor. Una lágrima está esperando la orden para partir, pero algo la contiene.
Otra oficina, mucho más lejana, es la única en uso del Parque Industrial. No tiene ventanas al exterior, solo una desde donde lo más agradable que se ve es la máquina de café. Máquina que Carlos visita demasiado cada día. Y hoy mucho más. Ha ido temprano para volver a casa no tan tarde, pero... “Siempre tenés un pero”, le recriminaría su esposa. Por eso no la llama.
La computadora de Carlos extraña el protector de pantalla. No ha parado un segundo desde la mañana, a excepción de esa media hora milagrosa que se tomó para el almuerzo. Anduvo todo el día, y quién sabe para cuánto más tenga. Y cuando vuelva a casa, en el largo camino por la autopista, seguramente se preguntará si tanto esfuerzo vale la pena.
En un séptimo piso de la localidad de San Martín, una abuela atiende a los reclamos de su nieto. Tomás hace un tiempo que dio sus primeros pasos, y la primera en verlos fue precisamente su abuela. También fue ella quien escuchó su primer palabra: “A-na” dijo una tarde al despertar y tendiendo los brazos cuando reconociera esos familiares cabellos blancos. Ana, siempre Ana. Desde que nació: los pañales, las canciones, la ropita, los mocos, los baños, los paseos, las siestas, las mamaderas... Ana, siempre Ana.
Las nueve, hora de cenar. Tomás está parado en la ventana del balcón mirando hacia la calle. Una curvilínea y gigantesca eme amarilla destella ante sus ojitos. Ana lo llama para comer, y murmura:
-Ya te llevarán el domingo, si es que no se les da por ir a trabajar.
En sus anteojos se refleja el logo de la compañía yendo de izquierda a derecha sin prisa y sin pausa, como uno de los trenes de juguete de su hijo. Su rostro, serio, pálido, quieto aparece como una foto sobre el monitor. Una lágrima está esperando la orden para partir, pero algo la contiene.
Otra oficina, mucho más lejana, es la única en uso del Parque Industrial. No tiene ventanas al exterior, solo una desde donde lo más agradable que se ve es la máquina de café. Máquina que Carlos visita demasiado cada día. Y hoy mucho más. Ha ido temprano para volver a casa no tan tarde, pero... “Siempre tenés un pero”, le recriminaría su esposa. Por eso no la llama.
La computadora de Carlos extraña el protector de pantalla. No ha parado un segundo desde la mañana, a excepción de esa media hora milagrosa que se tomó para el almuerzo. Anduvo todo el día, y quién sabe para cuánto más tenga. Y cuando vuelva a casa, en el largo camino por la autopista, seguramente se preguntará si tanto esfuerzo vale la pena.
En un séptimo piso de la localidad de San Martín, una abuela atiende a los reclamos de su nieto. Tomás hace un tiempo que dio sus primeros pasos, y la primera en verlos fue precisamente su abuela. También fue ella quien escuchó su primer palabra: “A-na” dijo una tarde al despertar y tendiendo los brazos cuando reconociera esos familiares cabellos blancos. Ana, siempre Ana. Desde que nació: los pañales, las canciones, la ropita, los mocos, los baños, los paseos, las siestas, las mamaderas... Ana, siempre Ana.
Las nueve, hora de cenar. Tomás está parado en la ventana del balcón mirando hacia la calle. Una curvilínea y gigantesca eme amarilla destella ante sus ojitos. Ana lo llama para comer, y murmura:
-Ya te llevarán el domingo, si es que no se les da por ir a trabajar.
Dolor
Ayelén tiene nueve años y un cuarto para ella sola. Hará más o menos una semana que el cuarto está vacío. La cama, con las sábanas de Floricienta, ha quedado sin hacer y la persiana baja lo mantiene a oscuras. En la oscuridad descansan sus muñecos y juguetes. Algunas barbies, la oro, la cristal, el auto de Barbie y el altar en que se casó con su novio Kent. Barbie y Kent ya no bailan románticos valses por las tardes ni dan paseos en el auto. Los títeres, que hizo en las clases de plástica, duermen una siesta profunda y sueñan con que ella vuelva a despertarlos, para cantar y divertirse con la música de Caramelito.
Ayelén está un poco más flaquita. Para el almuerzo y la cena va hasta la cocina y se sienta a no comer. Algo ha probado, por caso las milanesas de ayer. Desde aquella madrugada está en lo de su Tía María. Algo raro para Ayelén. Recuerda que la veía muy pocas veces, en algunos cumpleaños y quizás en Navidad. Siempre con los labios rojos y la risa blanca. Cada vez que la veía, se debía limpiar los cachetes porque la tía se los dejaba pintarrajedos con los besotes que le daba. Pero está última semana la tía está seria y no se pinta los labios.
Aunque no esté viviendo en su casa, Aye no ha faltado a la escuela, salvo aquella mañana. Ayelén es una alumna aplicada. El primero y el segundo grado los pasó muy bien, y se sabe todas las tablas a la perfección. Difícil que llevara la tarea sin hacer o sin completar. Pero los problemas de matemática han vuelto sin solución y el dibujo del día de la primavera sin colorear. En los recreos no salta a la soga ni al elástico. Camina pensativa. A veces charla con su amiguito Facundo.
– Aye, ¿se separaron tus papás?
– No, ¿por?
– Es que ayer no viniste, y era lunes. Cuando mis papás se separaron, tampoco vine un lunes y después tenía el peinado cambiado. Porque me peinó la nueva mujer de mi papá. Ella no me peina igual que mi mamá.
– No, Facu. Ayer me vino a buscar mi Tía María, y ella no sabe peinarme como mi mamá.
– ¿Y por qué no te peina tu mamá?
– Porque se fue de viaje, un viaje muy largo.
– ¡Ah! Viaje de negocios. Mi mamá también se fue de viaje de negocios cuando mi fui a vivir unos días con mi papá.
– No, viaje de negocios no. Mi mamá se fue al cielo.
Matías está en otra cosa. Una semana sin ver a su hermanita, y el tipo como si nada. Una semana sin discutir con su padre y el tipo como si nada. No llamó al viejo ni tampoco a la casa de la tía María. El padre llamó a lo de su amigo Santiago, pero no lo encontró. Es que los dos andaban en todas. Que la escuela –cuando no se rateaban–, que un fulbito o un paddle, que a la casa de uno, que a ver unas minitas en Belgrano, que esto, que lo otro. Siempre en algo. Y es lógico, a esta edad todo es adrenalina, vértigo.
Sin embargo, algunas conductas de Matías han mutado. Antes, discutía con su madre para que dejara de fumar. “¡Tanto cigarrillo, te va a matar!”, le decía cada vez que la veía fumando –algo bastante frecuente–. “Además, es un gastadero de plata”, agregaba. Pero, aunque suene increíble y paradójico, Matías ya tiene el vicio. Para peor, Santiago también fuma, aunque le aconseja que no lo haga. “Haz lo que yo digo, y no lo que yo hago”, le aconseja a Matías en tono burlón. En lo que sí parece que se han puesto de acuerdo es con la cerveza. Sin horarios, sin límites, inclusive a la mañana temprano, antes de entrar al Colegio, si es que terminan entrando.
Sólo Roberto vuelve a la casa. Solo. Vuelve al lecho matrimonial y lo inunda de lágrimas. Todas de él, más las de Matías y Ayelén. Se pregunta mil veces, lo que no se debe preguntar: ¿por qué? No hay porqués, no existen respuestas ante semejante injusticia. ¿Qué hizo él para merecer esto? Uno siempre entiende que las cosas le ocurren a uno. Se siente un egoísta. Trata de calmarse recordando los buenos momentos, que los hubo, junto a Claudia. El recuerdo alimenta su tristeza y despierta los otros momentos: los no tan buenos. Lamentablemente, también los hubo. La tristeza se transforma en angustia. El llanto en bronca, contenida, pero bronca al fin.
– Carlos, estoy hecho mierda. Esto es de terror...
– Me imagino, pero tenés que ser fuerte.
– No, no creo que te imagines...
Matías aparece con Ayelén, con ojos rojos de furia y llanto le grita al padre: “¡Te olvidaste de ir a buscarla a Catecismo!” y se encierra en su habitación.
Roberto, atónito, le pregunta a su hija qué pasó.
– La señorita Mirta le mostró mi cuaderno. Teníamos que dibujar algo que perdimos y que queríamos recuperar. Y...
– ¿...? ¿Qué dibujaste?
– A mamá.
Ayelén está un poco más flaquita. Para el almuerzo y la cena va hasta la cocina y se sienta a no comer. Algo ha probado, por caso las milanesas de ayer. Desde aquella madrugada está en lo de su Tía María. Algo raro para Ayelén. Recuerda que la veía muy pocas veces, en algunos cumpleaños y quizás en Navidad. Siempre con los labios rojos y la risa blanca. Cada vez que la veía, se debía limpiar los cachetes porque la tía se los dejaba pintarrajedos con los besotes que le daba. Pero está última semana la tía está seria y no se pinta los labios.
Aunque no esté viviendo en su casa, Aye no ha faltado a la escuela, salvo aquella mañana. Ayelén es una alumna aplicada. El primero y el segundo grado los pasó muy bien, y se sabe todas las tablas a la perfección. Difícil que llevara la tarea sin hacer o sin completar. Pero los problemas de matemática han vuelto sin solución y el dibujo del día de la primavera sin colorear. En los recreos no salta a la soga ni al elástico. Camina pensativa. A veces charla con su amiguito Facundo.
– Aye, ¿se separaron tus papás?
– No, ¿por?
– Es que ayer no viniste, y era lunes. Cuando mis papás se separaron, tampoco vine un lunes y después tenía el peinado cambiado. Porque me peinó la nueva mujer de mi papá. Ella no me peina igual que mi mamá.
– No, Facu. Ayer me vino a buscar mi Tía María, y ella no sabe peinarme como mi mamá.
– ¿Y por qué no te peina tu mamá?
– Porque se fue de viaje, un viaje muy largo.
– ¡Ah! Viaje de negocios. Mi mamá también se fue de viaje de negocios cuando mi fui a vivir unos días con mi papá.
– No, viaje de negocios no. Mi mamá se fue al cielo.
Matías está en otra cosa. Una semana sin ver a su hermanita, y el tipo como si nada. Una semana sin discutir con su padre y el tipo como si nada. No llamó al viejo ni tampoco a la casa de la tía María. El padre llamó a lo de su amigo Santiago, pero no lo encontró. Es que los dos andaban en todas. Que la escuela –cuando no se rateaban–, que un fulbito o un paddle, que a la casa de uno, que a ver unas minitas en Belgrano, que esto, que lo otro. Siempre en algo. Y es lógico, a esta edad todo es adrenalina, vértigo.
Sin embargo, algunas conductas de Matías han mutado. Antes, discutía con su madre para que dejara de fumar. “¡Tanto cigarrillo, te va a matar!”, le decía cada vez que la veía fumando –algo bastante frecuente–. “Además, es un gastadero de plata”, agregaba. Pero, aunque suene increíble y paradójico, Matías ya tiene el vicio. Para peor, Santiago también fuma, aunque le aconseja que no lo haga. “Haz lo que yo digo, y no lo que yo hago”, le aconseja a Matías en tono burlón. En lo que sí parece que se han puesto de acuerdo es con la cerveza. Sin horarios, sin límites, inclusive a la mañana temprano, antes de entrar al Colegio, si es que terminan entrando.
Sólo Roberto vuelve a la casa. Solo. Vuelve al lecho matrimonial y lo inunda de lágrimas. Todas de él, más las de Matías y Ayelén. Se pregunta mil veces, lo que no se debe preguntar: ¿por qué? No hay porqués, no existen respuestas ante semejante injusticia. ¿Qué hizo él para merecer esto? Uno siempre entiende que las cosas le ocurren a uno. Se siente un egoísta. Trata de calmarse recordando los buenos momentos, que los hubo, junto a Claudia. El recuerdo alimenta su tristeza y despierta los otros momentos: los no tan buenos. Lamentablemente, también los hubo. La tristeza se transforma en angustia. El llanto en bronca, contenida, pero bronca al fin.
– Carlos, estoy hecho mierda. Esto es de terror...
– Me imagino, pero tenés que ser fuerte.
– No, no creo que te imagines...
Matías aparece con Ayelén, con ojos rojos de furia y llanto le grita al padre: “¡Te olvidaste de ir a buscarla a Catecismo!” y se encierra en su habitación.
Roberto, atónito, le pregunta a su hija qué pasó.
– La señorita Mirta le mostró mi cuaderno. Teníamos que dibujar algo que perdimos y que queríamos recuperar. Y...
– ¿...? ¿Qué dibujaste?
– A mamá.
Tandil
–¡No salgas, JuanMa, nooooo!– le gritó Silvana.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
Por iniciativa de Silvana, decidieron visitar Tandil, escapando del caos del tránsito de cada piquete, de los celulares sonando a cualquier hora, de las agotadoras reuniones de trabajo, de los reportes de última hora para jefes impacientes. Tandil significaba lo que un oasis en el desierto: la posibilidad de un refresco para afrontar el último tramo del año con algo más de energía. Un conocido les pasó el dato de Raúl, quien se ganaba la vida alquilando una casita al pie de las sierras. Nada excéntrico, muy por el contrario, se podría describir como rústica, de techos bajos con marcos y puertas de madera. Aunque barata, prolija. De lejos aparecía como una piedra en el medio de la ladera verde, antesala de la gran piedra: la sierra. La casa vecina más cercana estaba como a cincuenta metros, justo donde el camino de ripio pegaba la vuelta ascendente hacia la cima.
Raúl, un gordo de buen comer en sus largos cuarenta, los esperaba en su jeep estacionado cerca de la tranquera. Previamente, había encendido unos cuantos leños para calefaccionar el ambiente, en aquel octubre que parecía haberse contagiado de algún julio o algún agosto.
–Pasen, pasen– los invitó Raúl, con tono orgulloso y simpático. –No es ningún lujo, pero bueh..., es cómoda.
Agregó que la puerta principal se trababa por dentro y que salieran por la de atrás, que se cerraba con pasador y candado.
–Las ventanas tienen postigones por fuera, pero nunca los cerramos. Ah, allá al fondo tengo unas gallinas. Por las mañanas les doy de comer, así que si escuchan ruidos no se asusten. Ahora les traigo la garrafa y después el televisor, que no lo dejo por las dudas, ¿vieron?
–Bueno, gracias. Primero la garrafa y antes de las diez la tele, que hoy juega Vélez– le pidió Juan Manuel tomando las llaves y cambiándolas por el pago de la estadía.
La casa efectivamente era rústica. Los cuatro pudieron verificarlo en cada detalle. Las paredes, de revoque embolsado, extrañaban un baño de pintura desde hacía algún tiempo. El techo, con tirantes de madera y ladrillos sapo, parecía estar a punto de caerse. La mesa, las sillas, las camas y el sofá les fueron familiares, parecían de cualquiera de sus abuelos o comprados en una casa de empeño. Pero dos cosas daban confort: el rojo candente de la leña y la vista, de las sierras al frente, y del verde campo hacia atrás.
No se habían acomodado aún, cuando vieron acercarse el jeep de Raúl.
–Perdonen, me olvidé que la garrafa es nueva, así que les prendo el calefón ahora, y ya les queda prendido– comentó.
Lucas se incomodó. Estaba recostado en el viejo sofá, con los pies sobre la mesa ratona. El hombre debía de estar solo, pues de otro modo ya hubiera tenido todo listo para estar con su familia o amigos.
A pesar de la llovizna, Juan Manuel salió con Raúl, y charlando lo acompañó hasta el jeep.
Más tarde, los cuatro fueron al centro, a comprar carne y vinos para el asado del día siguiente. A la noche comerían unas pizzas caseras, esas que Julieta amasa con dulzura.
La ciudad les pareció ordenada, limpia, tranquila, una antítesis de Buenos Aires. No volaban miles de panfletos de supermercados, ni de locutorios ni de farmacias; el tránsito no conocía lo que era un embotellamiento, menos un piquete; y a la gente no le sonaba el celular a cada instante. De vuelta, por la avenida Avellaneda reconocieron el jeep mal estacionado, cruzado por una camioneta color rojo viejo despintado.
–¿Habrá venido a comprar un televisor? – bromeó Lucas.
–Si no trae la tele, lo mato– sentenció Juan Manuel, y todos rieron.
Las risas terminaron abruptamente. Dos hombres, que parecían padre e hijo, increpaban a Raúl. Lo insultaban y Raúl parecía pedir clemencia. Juan Manuel frenó cerca de los tres y gritó:
–¡¿Todo bien, Raúl!?
A esto, los hombres, lo dejaron ir, devolviendo hacia el auto una mirada de bronca. Raúl se fue corriendo, mientras los hombres lo amenazaban:
–¡A la prósima no te salva nadie! ¡Ya te vamo’ a encontrá en el rancho!
Volvieron a la casa. Silvana y Juan Manuel discutiendo, Julieta y Lucas en silencio argentino.
–¡Qué te tenés que meter! ¿Me querés decir?
–Es un buen tipo, ¡che! Se vino desde el sur hace quince años. Me contó cuando lo acompañé al jeep– se defendió Juan Manuel.
–Se habrá venido porque les debía guita a esos dos, y ahora se vinieron a cobrarle– interrumpió Lucas, siempre listo para meter su toque de humor irónico.
El mero paso del tiempo y el hambre ayudaron a que volviera la calma. Julieta, con las manos en la masa, Silvana innovaba asando morrones en la leña y los hombres se mentían en un truco. Tanto pasó el tiempo que las sierras y los campos se escondieron tras un gran telón negro y la luz interna de la cabaña hacía espejo con la noche externa.
–Che, ¿tenemos cerveza?– preguntó Lucas, temiendo recibir una negativa.
–Vamos hasta la ruta a comprar– propuso su contrincante, que no ligaba nada.
–¿Nos van a dejar solas?– reclamaron ambas esposas.
–¡Déjense de joder! No estamos en Buenos Aires, acá no pasa nada. ¿No vieron que Raúl ni cierra los postigones?– respondió Juan Manuel, quien parecía tener un apego por el dueño de la casa.
–Vamos y venimos rápido– prometió Lucas a su esposa. Julieta confiaba en su marido, pero temía que el otro quisiera irse para el centro a ver el partido, viendo que Raúl aún no había traído el televisor.
Así se fueron los hombres. Solas ellas, escuchaban y ponían atención a todos y cada uno de los ruidos. El viento cantaba y hacía bailar a las plantas y a los árboles, las gallinas cacareaban como un coro muy desafinado, y la llovizna no paraba mientras ellas deseaban que sus esposos regresaran pronto.
–¡Qué gonca tu jermu, eh!– lanzó Juan Manuel, en ese tono medio chiste, medio machote que pone cuando quiere.
–Igualita a la tuya.
Al llegar al bar-despensa del cruce de la ruta 41 y la 226, Lucas reconoció la camioneta roja. Estacionaron al lado y Lucas divisó una escopeta en la cabina. Irían a buscarlo a Raúl. Sería para asustarlo, para que pagara sus deudas. Podría ser para matarlo, si es que sus deudas no podían cobrarse en contante y sonante. Tan pronto el padre y el hijo vieron entrar a Juan Manuel y a Lucas, pero en especial a Juan Manuel, pagaron y se fueron, sin cruzar siquiera una mirada esta vez.
–Mierda, te tienen miedo esos dos– dijo Lucas –¿Viste la escopeta en la camioneta?– preguntó, ahora, con alguna preocupación.
–No vi nada, no seas cagón vos también. Son dos pueblerinos inofensivos.
El porteño siempre anda en búsqueda de la oportunidad para mostrarse superior. Y en eso, Juan Manuel se sentía un coloso. Fue raro que no comenzara a relatar todas las peleas que tuvo en Bariloche, en el viaje de egresados; o las de Rosario, cuando hacía corretaje; o algunas de las de la cancha, se ve que Liniers, más que estadio de fútbol, era un ring de boxeo. Lucas, conocedor de todas las historias, pero testigo de ninguna.
Silvana y Julieta seguían sobresaltándose con cada ruido, inclusive, gritaron de miedo cuando sus esposos entraron por la puerta de atrás.
–¿No vieron las luces del auto?– preguntó Lucas, como si no hubiera existido posibilidad de no verlas.
–Pensar que puede haber alguien viéndonos desde afuera. Y no nos daríamos cuenta– dijo Juan Manuel en un tono que pretendió ser tenebroso.
–Andá a cerrar los postigones– le ordenó Silvana. La idea de sentirse observada la inquietaba.
–¿¡Pero quién nos va a ver!? Si afuera sólo hay piedra, campo y lluvia– vociferó su esposo, mientras salía a cumplir con la orden. Volvió un poco mojado, antes que Lucas terminara de mezclar.
–¿Por qué no los cerraste?
–Están trabados con candados. Será para que no se los afanen– se extrañó Juan Manuel.
–Se los afanarán para leña– acotó Lucas.
Julieta, que cuidaba de la masa como si fuera un tesoro, tampoco simpatizaba con la remota posibilidad de que alguien estuviera observándolos desde la llovizna. Raúl podría haberlos trabado a propósito, no sólo no le caía en gracia, sino que además le parecía un entrometido y un mirón. Por algo lo andarían persiguiendo aquellos dos hombres, seguramente se habría propasado con la hija o la esposa de alguno de ellos, baboso cuarentón.
–Es Raúl– gritó. –Nos ve desde afuera–.
Ojos desorbitados, rostro pálido y grito agudo aseguraban que había visto al mismísimo Raúl en una de las ventanas. Silvana también gritó y ambos maridos lanzaron sus carcajadas. De repente, se oyeron ruidos desde afuera. Las risas enmudecieron y los gritos se multiplicaron. Los ruidos no eran del viento, no parecían de los cuices que habían visto durante el día y mucho menos de las gallinas. Habían sido claramente pasos. Pasos de personas. Algunos cercanos, otros como de más lejos. Pasos que cesaron junto con los gritos. Lucas se aterró, tanto o más que las mujeres. Juan Manuel intentó ver por todas las ventanas, pero la noche oscura no lo dejó. Tomó algo de su mochila y salió por la puerta de atrás.
–¡No salgas, JuanMa, nooooo!– le gritó Silvana.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
–La compró cuando nos quisieron robar el auto– trató de justificar Silvana.
Un disparo seco bajo la llovizna, que no cesaba desde la mañana, los obligó a salir. Silvana, desesperada, en busca de su marido. Lo imaginó muerto, tendido sobre el pasto mojado. Pero lo vio con el arma apuntando a la nada, como con la culpa de haber disparado. Lucas salió tras su esposa, tan temeroso como dispuesto a protegerla.
Los tres vieron a Juan Manuel soltar el arma y abalanzarse sobre un cuerpo que yacía en el pasto.
–¡¿Qué hiciste, boludo?! – gritó Lucas.
–¡Nada! ¡No sé! ¡Yo no disparé!.
Silvana y Julieta estallaron en llanto. Al borde de la histeria, no podían articular palabra. De poco servirían las técnicas aprendidas en el curso de primeros auxilios, porque Raúl ya no volvería a la vida. Sin embargo, Juan Manuel trataba de reanimarlo. Y Lucas pensaba... Llamar a la policía sería lo correcto. Él siempre haciendo lo correcto. Pero... ¿qué diría? Primero debía asegurarse de que Juan Manuel no fuera responsable. En rigor, lo mismo daba, si llamar a la policía era lo correcto. Pero, si no había sido él, entonces ¿quién? ¿El padre y el hijo? Ésos habrían sido los pasos escuchados antes. Los lejanos, del padre y del hijo, y los de cerca, de Raúl. Seguro que lo venían persiguiendo, con tanta mala fortuna que los cuatro capitalinos se aterraron por un par de ruidos. Aunque, ahora, justificadamente aterrados. Al final, hubo un disparo, y un muerto y un asesino, o tal vez dos. Buscó en la oscuridad, como acto reflejo, la camioneta, o los hombres, o algo. Pero todo era noche, llovizna y silencio.
El día de la sentencia, Juan Manuel vistió el mismo traje de su casamiento. Hacía tiempo no lo usaba, pero durante el proceso había perdido varios kilos. Nervios, angustias, dudas. Silvana y Julieta, sobrias pero no menos nerviosas, deseaban que todo terminara allí mismo, de un modo u otro, ya no importaba. Lucas, tal vez, el más tranquilo. O al menos eso mostraba hacia fuera. Para sus adentros, quién sabe.
Hubo un muerto, hubo un asesino, hubo un juicio, hubo un culpable y hubo una sentencia. La familia de Raúl Jacinto López sigue alquilando la casita al pie de las sierras, pero han quitado los candados de los postigones.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
Por iniciativa de Silvana, decidieron visitar Tandil, escapando del caos del tránsito de cada piquete, de los celulares sonando a cualquier hora, de las agotadoras reuniones de trabajo, de los reportes de última hora para jefes impacientes. Tandil significaba lo que un oasis en el desierto: la posibilidad de un refresco para afrontar el último tramo del año con algo más de energía. Un conocido les pasó el dato de Raúl, quien se ganaba la vida alquilando una casita al pie de las sierras. Nada excéntrico, muy por el contrario, se podría describir como rústica, de techos bajos con marcos y puertas de madera. Aunque barata, prolija. De lejos aparecía como una piedra en el medio de la ladera verde, antesala de la gran piedra: la sierra. La casa vecina más cercana estaba como a cincuenta metros, justo donde el camino de ripio pegaba la vuelta ascendente hacia la cima.
Raúl, un gordo de buen comer en sus largos cuarenta, los esperaba en su jeep estacionado cerca de la tranquera. Previamente, había encendido unos cuantos leños para calefaccionar el ambiente, en aquel octubre que parecía haberse contagiado de algún julio o algún agosto.
–Pasen, pasen– los invitó Raúl, con tono orgulloso y simpático. –No es ningún lujo, pero bueh..., es cómoda.
Agregó que la puerta principal se trababa por dentro y que salieran por la de atrás, que se cerraba con pasador y candado.
–Las ventanas tienen postigones por fuera, pero nunca los cerramos. Ah, allá al fondo tengo unas gallinas. Por las mañanas les doy de comer, así que si escuchan ruidos no se asusten. Ahora les traigo la garrafa y después el televisor, que no lo dejo por las dudas, ¿vieron?
–Bueno, gracias. Primero la garrafa y antes de las diez la tele, que hoy juega Vélez– le pidió Juan Manuel tomando las llaves y cambiándolas por el pago de la estadía.
La casa efectivamente era rústica. Los cuatro pudieron verificarlo en cada detalle. Las paredes, de revoque embolsado, extrañaban un baño de pintura desde hacía algún tiempo. El techo, con tirantes de madera y ladrillos sapo, parecía estar a punto de caerse. La mesa, las sillas, las camas y el sofá les fueron familiares, parecían de cualquiera de sus abuelos o comprados en una casa de empeño. Pero dos cosas daban confort: el rojo candente de la leña y la vista, de las sierras al frente, y del verde campo hacia atrás.
No se habían acomodado aún, cuando vieron acercarse el jeep de Raúl.
–Perdonen, me olvidé que la garrafa es nueva, así que les prendo el calefón ahora, y ya les queda prendido– comentó.
Lucas se incomodó. Estaba recostado en el viejo sofá, con los pies sobre la mesa ratona. El hombre debía de estar solo, pues de otro modo ya hubiera tenido todo listo para estar con su familia o amigos.
A pesar de la llovizna, Juan Manuel salió con Raúl, y charlando lo acompañó hasta el jeep.
Más tarde, los cuatro fueron al centro, a comprar carne y vinos para el asado del día siguiente. A la noche comerían unas pizzas caseras, esas que Julieta amasa con dulzura.
La ciudad les pareció ordenada, limpia, tranquila, una antítesis de Buenos Aires. No volaban miles de panfletos de supermercados, ni de locutorios ni de farmacias; el tránsito no conocía lo que era un embotellamiento, menos un piquete; y a la gente no le sonaba el celular a cada instante. De vuelta, por la avenida Avellaneda reconocieron el jeep mal estacionado, cruzado por una camioneta color rojo viejo despintado.
–¿Habrá venido a comprar un televisor? – bromeó Lucas.
–Si no trae la tele, lo mato– sentenció Juan Manuel, y todos rieron.
Las risas terminaron abruptamente. Dos hombres, que parecían padre e hijo, increpaban a Raúl. Lo insultaban y Raúl parecía pedir clemencia. Juan Manuel frenó cerca de los tres y gritó:
–¡¿Todo bien, Raúl!?
A esto, los hombres, lo dejaron ir, devolviendo hacia el auto una mirada de bronca. Raúl se fue corriendo, mientras los hombres lo amenazaban:
–¡A la prósima no te salva nadie! ¡Ya te vamo’ a encontrá en el rancho!
Volvieron a la casa. Silvana y Juan Manuel discutiendo, Julieta y Lucas en silencio argentino.
–¡Qué te tenés que meter! ¿Me querés decir?
–Es un buen tipo, ¡che! Se vino desde el sur hace quince años. Me contó cuando lo acompañé al jeep– se defendió Juan Manuel.
–Se habrá venido porque les debía guita a esos dos, y ahora se vinieron a cobrarle– interrumpió Lucas, siempre listo para meter su toque de humor irónico.
El mero paso del tiempo y el hambre ayudaron a que volviera la calma. Julieta, con las manos en la masa, Silvana innovaba asando morrones en la leña y los hombres se mentían en un truco. Tanto pasó el tiempo que las sierras y los campos se escondieron tras un gran telón negro y la luz interna de la cabaña hacía espejo con la noche externa.
–Che, ¿tenemos cerveza?– preguntó Lucas, temiendo recibir una negativa.
–Vamos hasta la ruta a comprar– propuso su contrincante, que no ligaba nada.
–¿Nos van a dejar solas?– reclamaron ambas esposas.
–¡Déjense de joder! No estamos en Buenos Aires, acá no pasa nada. ¿No vieron que Raúl ni cierra los postigones?– respondió Juan Manuel, quien parecía tener un apego por el dueño de la casa.
–Vamos y venimos rápido– prometió Lucas a su esposa. Julieta confiaba en su marido, pero temía que el otro quisiera irse para el centro a ver el partido, viendo que Raúl aún no había traído el televisor.
Así se fueron los hombres. Solas ellas, escuchaban y ponían atención a todos y cada uno de los ruidos. El viento cantaba y hacía bailar a las plantas y a los árboles, las gallinas cacareaban como un coro muy desafinado, y la llovizna no paraba mientras ellas deseaban que sus esposos regresaran pronto.
–¡Qué gonca tu jermu, eh!– lanzó Juan Manuel, en ese tono medio chiste, medio machote que pone cuando quiere.
–Igualita a la tuya.
Al llegar al bar-despensa del cruce de la ruta 41 y la 226, Lucas reconoció la camioneta roja. Estacionaron al lado y Lucas divisó una escopeta en la cabina. Irían a buscarlo a Raúl. Sería para asustarlo, para que pagara sus deudas. Podría ser para matarlo, si es que sus deudas no podían cobrarse en contante y sonante. Tan pronto el padre y el hijo vieron entrar a Juan Manuel y a Lucas, pero en especial a Juan Manuel, pagaron y se fueron, sin cruzar siquiera una mirada esta vez.
–Mierda, te tienen miedo esos dos– dijo Lucas –¿Viste la escopeta en la camioneta?– preguntó, ahora, con alguna preocupación.
–No vi nada, no seas cagón vos también. Son dos pueblerinos inofensivos.
El porteño siempre anda en búsqueda de la oportunidad para mostrarse superior. Y en eso, Juan Manuel se sentía un coloso. Fue raro que no comenzara a relatar todas las peleas que tuvo en Bariloche, en el viaje de egresados; o las de Rosario, cuando hacía corretaje; o algunas de las de la cancha, se ve que Liniers, más que estadio de fútbol, era un ring de boxeo. Lucas, conocedor de todas las historias, pero testigo de ninguna.
Silvana y Julieta seguían sobresaltándose con cada ruido, inclusive, gritaron de miedo cuando sus esposos entraron por la puerta de atrás.
–¿No vieron las luces del auto?– preguntó Lucas, como si no hubiera existido posibilidad de no verlas.
–Pensar que puede haber alguien viéndonos desde afuera. Y no nos daríamos cuenta– dijo Juan Manuel en un tono que pretendió ser tenebroso.
–Andá a cerrar los postigones– le ordenó Silvana. La idea de sentirse observada la inquietaba.
–¿¡Pero quién nos va a ver!? Si afuera sólo hay piedra, campo y lluvia– vociferó su esposo, mientras salía a cumplir con la orden. Volvió un poco mojado, antes que Lucas terminara de mezclar.
–¿Por qué no los cerraste?
–Están trabados con candados. Será para que no se los afanen– se extrañó Juan Manuel.
–Se los afanarán para leña– acotó Lucas.
Julieta, que cuidaba de la masa como si fuera un tesoro, tampoco simpatizaba con la remota posibilidad de que alguien estuviera observándolos desde la llovizna. Raúl podría haberlos trabado a propósito, no sólo no le caía en gracia, sino que además le parecía un entrometido y un mirón. Por algo lo andarían persiguiendo aquellos dos hombres, seguramente se habría propasado con la hija o la esposa de alguno de ellos, baboso cuarentón.
–Es Raúl– gritó. –Nos ve desde afuera–.
Ojos desorbitados, rostro pálido y grito agudo aseguraban que había visto al mismísimo Raúl en una de las ventanas. Silvana también gritó y ambos maridos lanzaron sus carcajadas. De repente, se oyeron ruidos desde afuera. Las risas enmudecieron y los gritos se multiplicaron. Los ruidos no eran del viento, no parecían de los cuices que habían visto durante el día y mucho menos de las gallinas. Habían sido claramente pasos. Pasos de personas. Algunos cercanos, otros como de más lejos. Pasos que cesaron junto con los gritos. Lucas se aterró, tanto o más que las mujeres. Juan Manuel intentó ver por todas las ventanas, pero la noche oscura no lo dejó. Tomó algo de su mochila y salió por la puerta de atrás.
–¡No salgas, JuanMa, nooooo!– le gritó Silvana.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
–La compró cuando nos quisieron robar el auto– trató de justificar Silvana.
Un disparo seco bajo la llovizna, que no cesaba desde la mañana, los obligó a salir. Silvana, desesperada, en busca de su marido. Lo imaginó muerto, tendido sobre el pasto mojado. Pero lo vio con el arma apuntando a la nada, como con la culpa de haber disparado. Lucas salió tras su esposa, tan temeroso como dispuesto a protegerla.
Los tres vieron a Juan Manuel soltar el arma y abalanzarse sobre un cuerpo que yacía en el pasto.
–¡¿Qué hiciste, boludo?! – gritó Lucas.
–¡Nada! ¡No sé! ¡Yo no disparé!.
Silvana y Julieta estallaron en llanto. Al borde de la histeria, no podían articular palabra. De poco servirían las técnicas aprendidas en el curso de primeros auxilios, porque Raúl ya no volvería a la vida. Sin embargo, Juan Manuel trataba de reanimarlo. Y Lucas pensaba... Llamar a la policía sería lo correcto. Él siempre haciendo lo correcto. Pero... ¿qué diría? Primero debía asegurarse de que Juan Manuel no fuera responsable. En rigor, lo mismo daba, si llamar a la policía era lo correcto. Pero, si no había sido él, entonces ¿quién? ¿El padre y el hijo? Ésos habrían sido los pasos escuchados antes. Los lejanos, del padre y del hijo, y los de cerca, de Raúl. Seguro que lo venían persiguiendo, con tanta mala fortuna que los cuatro capitalinos se aterraron por un par de ruidos. Aunque, ahora, justificadamente aterrados. Al final, hubo un disparo, y un muerto y un asesino, o tal vez dos. Buscó en la oscuridad, como acto reflejo, la camioneta, o los hombres, o algo. Pero todo era noche, llovizna y silencio.
El día de la sentencia, Juan Manuel vistió el mismo traje de su casamiento. Hacía tiempo no lo usaba, pero durante el proceso había perdido varios kilos. Nervios, angustias, dudas. Silvana y Julieta, sobrias pero no menos nerviosas, deseaban que todo terminara allí mismo, de un modo u otro, ya no importaba. Lucas, tal vez, el más tranquilo. O al menos eso mostraba hacia fuera. Para sus adentros, quién sabe.
Hubo un muerto, hubo un asesino, hubo un juicio, hubo un culpable y hubo una sentencia. La familia de Raúl Jacinto López sigue alquilando la casita al pie de las sierras, pero han quitado los candados de los postigones.
Canción de niños
Carolina posee una casa victoriana en la costa turística de Edimburgo. Un Bed & Breakfast, que por estos días de enero descansa de jóvenes turistas y cobija cálidamente sus sueños. En algunas temporadas más, calcula, podrá retornar a la Argentina, a su casa, a sus afectos, a su familia, a su abuela.
Volver a ver esos ojos azules que la vieron crecer, volver a acariciar esas manos que la alimentaron cada mediodía de su infancia, a peinar esos suaves cabellos blancos que brillaron dorados en su juventud, a compartir tardes de mate, aunque su grandma ya no pueda tomarlos y la acompañe con un té.
Carolina añora a su abuela, más que a nadie esta mañana, porque un domingo como hoy, pero de 1924, nacía la madre de su madre, en una fría y solitaria cabaña de la campiña escocesa.
Ochenta años, piensa, mientras llena la silbadora para prepararse unos argentinísimos mates. Ochenta años, piensa, mientras un par de lágrimas emergen de sus, también, ojos azules. Ochenta años, piensa, mientras en esas lágrimas ve las historias que su grandma le contara, las alegrías que vivió, las penurias sufridas. Ochenta años, piensa, y ve aquel barco del que siempre escuchó hablar, huele la humedad que arruinó los pasaportes, repite la traducción del empleado de Migraciones –que cambió su Towers de origen por el Torres actual–, ríe la alegría del casamiento de la nena, se ve caminando aquellos pasitos que ya caminó, llora las lágrimas negras de la viudez. Ochenta años, piensa.
Son las ocho, e, inesperadamente, suena el teléfono. Un leve temblor interno hace que manche el mantel con un par de gotas verdes. No espera ningún llamado, todavía no es tiempo de consultas para la temporada de verano, tampoco llaman sus amigos tan temprano. Menos aún, su madre desde Buenos Aires, debido a la diferencia horaria.
–¡No te puedo creer! Pero... ¿qué pasó?– pregunta Carolina.
Luego del llamado no vuelve a tener noticias, nadie contesta en su casa de Buenos Aires y tampoco hay nadie conectado en Internet. Se acerca al sillón de dos cuerpos junto a la chimenea, respira profundo y se sienta. Lamenta no haberse vuelto antes, el año pasado cuando le ofrecieron unas buenas libras por la posada. Su mente entra en una torbellino de imágenes superpuestas, chica jugando con su abuela, y grande llorando sobre su tumba, alegre retornando a su país, vieja y sola en ese mismo sillón, feliz corriendo con sus hijos por la playa, blanco muerte en su velorio.
En el mar encontró un poco de serenidad. Un tibio sol de otoño se abre paso entre grisáceos nubarrones, acariciando un mar calmo con sus suaves rayos. Ve en la ventana a sus abuelos, como si ese sol tibio fuera aquella esperanza que los impulsó a dejar Edimburgo. Los nubarrones hacen de futuro incierto pero el reflejo dorado lo muestra auspicioso, si se trabaja duro, con el mismo esfuerzo que el sol hace para sobreponerse a los nubarrones. Carolina sonríe.
Pasa la mañana, parece que lentamente, pero el tiempo avanza siempre al mismo ritmo. Las primeras gotas de una lluvia incipiente apagan los rayos dorados. Del reflejo de sus abuelos, a las penurias que sufrieron en aquellos primeros años en el Conventillo de Soler y Canning. Frío, hambre, desesperanza. La lluvia crece a la vez que el mar se convulsiona, y muestra su rabia llenándose de sal. Carolina entiende que fueron épocas difíciles y llora.
Llega el mediodía, el eco de los ruidos de su estómago se lo anuncia. Calienta algunas sobras y vuelve al sillón. Nota que ha dejado de llover, un colorido arco iris es el resultado de la vuelta del sol, más fuerte, más firme, como si hubiera salido fortalecido en la batalla contra la lluvia. El mar se ve alegre, con olas de perfecto azul y la visita de mil gaviotas. Carolina ve su infancia. ¡Qué alegría la de aquellos días! Sus abuelos y sus padres habían logrado una buena posición y las tristezas del pasado parecían haber quedado atrás. Carolina vuelve a sonreír.
Se va el sol, se nubla otra vez, anochece. Ella sigue en su sillón, viendo a través del bow-window. Pero el mar ya no está, porque la noche cae oscura. Imperceptiblemente, primero, copiosamente, después, los vidrios de la ventana se llenan de blanco. Está nevando. Carolina ve a su abuela, el blanco de la nieve se la recuerda. Tararea con cierta alegría, una canción de niños que su abuela le enseñara cuando pequeña.
Por fin, suena el teléfono.
Es lunes, sus ojos han llorado lo suficiente, Carolina sabe que el amor por sus abuelos también duele. Prepara la silbadora, y en la casa se escucha aquella canción de niños.
Volver a ver esos ojos azules que la vieron crecer, volver a acariciar esas manos que la alimentaron cada mediodía de su infancia, a peinar esos suaves cabellos blancos que brillaron dorados en su juventud, a compartir tardes de mate, aunque su grandma ya no pueda tomarlos y la acompañe con un té.
Carolina añora a su abuela, más que a nadie esta mañana, porque un domingo como hoy, pero de 1924, nacía la madre de su madre, en una fría y solitaria cabaña de la campiña escocesa.
Ochenta años, piensa, mientras llena la silbadora para prepararse unos argentinísimos mates. Ochenta años, piensa, mientras un par de lágrimas emergen de sus, también, ojos azules. Ochenta años, piensa, mientras en esas lágrimas ve las historias que su grandma le contara, las alegrías que vivió, las penurias sufridas. Ochenta años, piensa, y ve aquel barco del que siempre escuchó hablar, huele la humedad que arruinó los pasaportes, repite la traducción del empleado de Migraciones –que cambió su Towers de origen por el Torres actual–, ríe la alegría del casamiento de la nena, se ve caminando aquellos pasitos que ya caminó, llora las lágrimas negras de la viudez. Ochenta años, piensa.
Son las ocho, e, inesperadamente, suena el teléfono. Un leve temblor interno hace que manche el mantel con un par de gotas verdes. No espera ningún llamado, todavía no es tiempo de consultas para la temporada de verano, tampoco llaman sus amigos tan temprano. Menos aún, su madre desde Buenos Aires, debido a la diferencia horaria.
–¡No te puedo creer! Pero... ¿qué pasó?– pregunta Carolina.
Luego del llamado no vuelve a tener noticias, nadie contesta en su casa de Buenos Aires y tampoco hay nadie conectado en Internet. Se acerca al sillón de dos cuerpos junto a la chimenea, respira profundo y se sienta. Lamenta no haberse vuelto antes, el año pasado cuando le ofrecieron unas buenas libras por la posada. Su mente entra en una torbellino de imágenes superpuestas, chica jugando con su abuela, y grande llorando sobre su tumba, alegre retornando a su país, vieja y sola en ese mismo sillón, feliz corriendo con sus hijos por la playa, blanco muerte en su velorio.
En el mar encontró un poco de serenidad. Un tibio sol de otoño se abre paso entre grisáceos nubarrones, acariciando un mar calmo con sus suaves rayos. Ve en la ventana a sus abuelos, como si ese sol tibio fuera aquella esperanza que los impulsó a dejar Edimburgo. Los nubarrones hacen de futuro incierto pero el reflejo dorado lo muestra auspicioso, si se trabaja duro, con el mismo esfuerzo que el sol hace para sobreponerse a los nubarrones. Carolina sonríe.
Pasa la mañana, parece que lentamente, pero el tiempo avanza siempre al mismo ritmo. Las primeras gotas de una lluvia incipiente apagan los rayos dorados. Del reflejo de sus abuelos, a las penurias que sufrieron en aquellos primeros años en el Conventillo de Soler y Canning. Frío, hambre, desesperanza. La lluvia crece a la vez que el mar se convulsiona, y muestra su rabia llenándose de sal. Carolina entiende que fueron épocas difíciles y llora.
Llega el mediodía, el eco de los ruidos de su estómago se lo anuncia. Calienta algunas sobras y vuelve al sillón. Nota que ha dejado de llover, un colorido arco iris es el resultado de la vuelta del sol, más fuerte, más firme, como si hubiera salido fortalecido en la batalla contra la lluvia. El mar se ve alegre, con olas de perfecto azul y la visita de mil gaviotas. Carolina ve su infancia. ¡Qué alegría la de aquellos días! Sus abuelos y sus padres habían logrado una buena posición y las tristezas del pasado parecían haber quedado atrás. Carolina vuelve a sonreír.
Se va el sol, se nubla otra vez, anochece. Ella sigue en su sillón, viendo a través del bow-window. Pero el mar ya no está, porque la noche cae oscura. Imperceptiblemente, primero, copiosamente, después, los vidrios de la ventana se llenan de blanco. Está nevando. Carolina ve a su abuela, el blanco de la nieve se la recuerda. Tararea con cierta alegría, una canción de niños que su abuela le enseñara cuando pequeña.
Por fin, suena el teléfono.
Es lunes, sus ojos han llorado lo suficiente, Carolina sabe que el amor por sus abuelos también duele. Prepara la silbadora, y en la casa se escucha aquella canción de niños.
Saturday, October 07, 2006
Nunca Antes
Las cortinas de la habitación dibujaban olas de aire alimentadas por una suave brisa. El golpe seco de la puerta al cerrarse la sobresaltó. Giró sobre su cuerpo, pero no lo vio; él había abandonado la cama. Se incorporó, sentándose como quien lee un libro antes de dormir, pero no serían tiempos de lecturas románticas, ni tampoco de noticias con el diario de siempre. Un torbellino de pensamientos y sensaciones encontradas no le permitían pensar con claridad. Sin embargo, recordaba cada grito de él como recién gritado. Sus palabras, sus frases, sus razones le sacudieron la cabeza en un eco infinito que estalló en llanto. Sufrió entonces, lo que se siente cuando duele el alma.
Rodrigo es de las personas que se esconden. Que cuando deben explicar, se sumergen en los mares del silencio. Que prefieren no afrontar y dejar atrás, que sólo sea el tiempo el que cure o cambie el estado de las cosas. Marisol, en cambio, es de mirar con ojos grandes y serios. Su mirada, tan dulce como la miel, se pone firme como un granadero. Sus ojos te buscan, te enfrentan, te piden porqués y motivos. No intimidan, pero acorralan. “Hablar es la única forma de entenderse”, repite en cada ocasión en que Rodrigo deja una discusión por la mitad en alguna cena, para encender la televisión o para pedir la cuenta sin dejar lugar a postre o café.
Pero esta vez no sería como siempre. Esta vez no se escaparía. Lo enfrentaría como nunca, que volviese sobre sus palabras o que las ratificase una vez más. No dejaría en esta oportunidad que el tiempo dilatara lo acontecido. Así, decidida como una leona que protege a sus crías, se vistió y salió a buscarlo raudamente.
Bajó las escaleras tan rápido como una atleta y se dirigió hacia la esquina, con la ilusa convicción de que encontraría a su marido en plena retirada. Las calles y veredas de Inca, ciudad enclavada en el medio de la pedregosa isla de Mallorca, son tan estrechas que para ver desde una esquina a otra es necesario pararse en la mitad de la bocacalle. Desde el cruce de Josep Balaguer y Sant Miquel, Marisol sólo divisó la frondosa arboleda del boulevard de la avenida Reyes Católicos, camino obligado para dirigirse al centro comercial. Hacia el otro lado, el Puig Major, tan lejano como elevado, cubierto de almendros y olivares, un gran pico gris claro dibujado en el cielo celeste primavera de aquellos días de mayo.
Secó sus lágrimas, algunas de bronca, otras de amor. Se encaminó hacia el boulevard, un manto de pavimento, siempre a la sombra de añejas palmeras. Anteriormente, era utilizado como aparcadero, hasta que la vieja plaza en la cual desemboca fue modernizada para albergar un parking subterráneo. Caminó cuesta arriba hasta la Plaza de Mallorca, y giró trescientos sesenta grados para ver en todos los sentidos, pero ni rastros ni sombras de su amado. Y ahí entendió por qué los lugareños la denominaron plaza de cemento: el verde césped había quedado escondido debajo de cada baldosón. La ausencia de bancos completaba una imagen gris. No había lugar para que los enamorados se entregaran a la dulce melodía de los arrumacos, para que los mayores se empaparan con lágrimas de nostalgia o para que los abuelos regalaran su saber de vida a sus nietos.
“¿Dónde pudo haber ido?”, se preguntó, mientras una nueva lágrima recorría su mejilla derecha para dejar el sabor a sal en su boca. Tomó por la calle Major Serena para buscarlo en el Bar The Mystic. La última vez que ella había estado ahí fue el sábado anterior, cuando Rodrigo la invitara a tomar un café. Luz tenue de velas, ambiente cálido, momento propicio para charlar larga y distendidamente. Solos ellos dos, embriagados en el frenesí provocado por la mezcla de un suave licor inglés y el amor. Todo el recuerdo de esa noche reventado contra una nueva lágrima, a través de la cual pudo ver que él tampoco estaba allí.
Era jueves, día del Mercat de Dijous, una centenaria feria de comerciantes, herencia lejana de los burgueses de la Edad Media, que comerciaban en la puerta de los feudos. Cientos de curiosos se acercan desde los pueblos vecinos y otros tantos turistas son traídos en autocares desde los hoteles de Palma y otras playas. Dijous sólo le trajo más confusión. Chocándose con guiris, peninsulares e inqueros, Marisol se acercó hasta los dos puestos de lienzos al óleo, los únicos sitios donde Rodrigo podría haberse detenido a ver o a comprar, como el mes anterior, cuando adquirió dos hermosas láminas, una de rozagantes caballos y otra de un colorido bosque. Entre baratijas por pocos euros, hasta trabajados hilados de crochet, se escuchaban las ofertas de “Cheap, Mister, cheap” en inglés para guiris; algún “Barato, señor, barato” en español para peninsulares; y varios “Barat, senyora, barat” en mallorquín para las coquetas lugareñas, que se arreglan casi de fiesta para cada Dijous.
Ya no sabía dónde más buscarlo, cuando pensó en el cibercafé. Rodrigo gusta de la virulenta red de redes, por lo que sería probable encontrarlo navegando en el océano del ciberespacio. Cruzando la céntrica peatonal, llegó hasta la Gran Vía Colón. Cinco cuadras casi corriendo, una desenfrenada carrera contra la desesperación, entre más turistas y feriantes. Quería encontrarlo, ya no para pedirle explicaciones, ya no para interrogarlo. Tan sólo deseaba abrazarlo y besarlo. Nuevas sensaciones que se desvanecieron en viejas lágrimas.
Rendida, parecía que el mundo temblaba. La seguridad y la tranquilidad que tenía con él sucumbieron por una estúpida discusión. Nunca antes se había sentido tan afligida, tan desolada, tan abandonada. Siempre le había parecido improbable, casi imposible, una actitud semejante por parte de él. A lo sumo, ante un intercambio de palabras y frases fuertes o dolorosas como las que recordaba, él se hubiera ido a otro ambiente del hogar, a escuchar música o leer, a encerrarse en sí, pero nunca este abandono. ¿Nunca había llegado a conocerlo entonces? Le era difícil creer que catorce años de felicidad pudieran caerse tan rápida y letalmente, como caerían las mil piezas de un dominó interminable. “Debo volver”, pensó. “¿Qué más puedo hacer?”, murmuró, sabiendo que no existiría respuesta.
A paso cansino, bajo el sol del mediodía que, afortunadamente, refrescaba la suave brisa, volvió y se tendió en la cama para tratar de lavar todo con sus lágrimas. Habían pasado veinte minutos o tal vez más. Estaba dormitando o quizás dormida, cuando un nuevo portazo, un idéntico golpe seco como el de esa mañana, la levantó como un fuerte viento remonta un endeble barrilete. Recordó claramente, como quien ve una película por tercera o cuarta vez, cada grito, cada frase, cada razón. No oyó pasos, ni voces. De todos modos, lo buscó por el departamento, pero sin mejor suerte. Abrió la puerta hacia el patio-terraza, que daba al pulmón de manzana, y lo vio. Allí estaba, entregado a los devenires de una novela policial que lo desvelaba desde hacía algunos días.
–“¡Buenos días mi amor! Es la segunda vez que se me cierra esa puerta. ¿Te desperté?”, le dijo Rodrigo a su esposa, bajando la voz sobre el final de la frase, sin entender porqué ella lloraba y reía a la vez.
Seguramente se había pasado la mañana entera leyendo. No sólo no había salido a la plaza, ni al bar, ni al cibercafé, sino que no le había gritado, no la había lastimado y mucho menos abandonado. ¿Había sido como siempre? ¿Una pelea y su posterior escape, en este caso a la lectura? ¿Había sido una pesadilla?, o ¿pura realidad? Una mezcla de ambas, tal vez. Ya no importaba. Ella se le acercó. Lo miró con esos ojos dulces como la miel, llenos de lágrimas, ahora sólo de amor. Y lo besó. Como nunca, como siempre.
Rodrigo es de las personas que se esconden. Que cuando deben explicar, se sumergen en los mares del silencio. Que prefieren no afrontar y dejar atrás, que sólo sea el tiempo el que cure o cambie el estado de las cosas. Marisol, en cambio, es de mirar con ojos grandes y serios. Su mirada, tan dulce como la miel, se pone firme como un granadero. Sus ojos te buscan, te enfrentan, te piden porqués y motivos. No intimidan, pero acorralan. “Hablar es la única forma de entenderse”, repite en cada ocasión en que Rodrigo deja una discusión por la mitad en alguna cena, para encender la televisión o para pedir la cuenta sin dejar lugar a postre o café.
Pero esta vez no sería como siempre. Esta vez no se escaparía. Lo enfrentaría como nunca, que volviese sobre sus palabras o que las ratificase una vez más. No dejaría en esta oportunidad que el tiempo dilatara lo acontecido. Así, decidida como una leona que protege a sus crías, se vistió y salió a buscarlo raudamente.
Bajó las escaleras tan rápido como una atleta y se dirigió hacia la esquina, con la ilusa convicción de que encontraría a su marido en plena retirada. Las calles y veredas de Inca, ciudad enclavada en el medio de la pedregosa isla de Mallorca, son tan estrechas que para ver desde una esquina a otra es necesario pararse en la mitad de la bocacalle. Desde el cruce de Josep Balaguer y Sant Miquel, Marisol sólo divisó la frondosa arboleda del boulevard de la avenida Reyes Católicos, camino obligado para dirigirse al centro comercial. Hacia el otro lado, el Puig Major, tan lejano como elevado, cubierto de almendros y olivares, un gran pico gris claro dibujado en el cielo celeste primavera de aquellos días de mayo.
Secó sus lágrimas, algunas de bronca, otras de amor. Se encaminó hacia el boulevard, un manto de pavimento, siempre a la sombra de añejas palmeras. Anteriormente, era utilizado como aparcadero, hasta que la vieja plaza en la cual desemboca fue modernizada para albergar un parking subterráneo. Caminó cuesta arriba hasta la Plaza de Mallorca, y giró trescientos sesenta grados para ver en todos los sentidos, pero ni rastros ni sombras de su amado. Y ahí entendió por qué los lugareños la denominaron plaza de cemento: el verde césped había quedado escondido debajo de cada baldosón. La ausencia de bancos completaba una imagen gris. No había lugar para que los enamorados se entregaran a la dulce melodía de los arrumacos, para que los mayores se empaparan con lágrimas de nostalgia o para que los abuelos regalaran su saber de vida a sus nietos.
“¿Dónde pudo haber ido?”, se preguntó, mientras una nueva lágrima recorría su mejilla derecha para dejar el sabor a sal en su boca. Tomó por la calle Major Serena para buscarlo en el Bar The Mystic. La última vez que ella había estado ahí fue el sábado anterior, cuando Rodrigo la invitara a tomar un café. Luz tenue de velas, ambiente cálido, momento propicio para charlar larga y distendidamente. Solos ellos dos, embriagados en el frenesí provocado por la mezcla de un suave licor inglés y el amor. Todo el recuerdo de esa noche reventado contra una nueva lágrima, a través de la cual pudo ver que él tampoco estaba allí.
Era jueves, día del Mercat de Dijous, una centenaria feria de comerciantes, herencia lejana de los burgueses de la Edad Media, que comerciaban en la puerta de los feudos. Cientos de curiosos se acercan desde los pueblos vecinos y otros tantos turistas son traídos en autocares desde los hoteles de Palma y otras playas. Dijous sólo le trajo más confusión. Chocándose con guiris, peninsulares e inqueros, Marisol se acercó hasta los dos puestos de lienzos al óleo, los únicos sitios donde Rodrigo podría haberse detenido a ver o a comprar, como el mes anterior, cuando adquirió dos hermosas láminas, una de rozagantes caballos y otra de un colorido bosque. Entre baratijas por pocos euros, hasta trabajados hilados de crochet, se escuchaban las ofertas de “Cheap, Mister, cheap” en inglés para guiris; algún “Barato, señor, barato” en español para peninsulares; y varios “Barat, senyora, barat” en mallorquín para las coquetas lugareñas, que se arreglan casi de fiesta para cada Dijous.
Ya no sabía dónde más buscarlo, cuando pensó en el cibercafé. Rodrigo gusta de la virulenta red de redes, por lo que sería probable encontrarlo navegando en el océano del ciberespacio. Cruzando la céntrica peatonal, llegó hasta la Gran Vía Colón. Cinco cuadras casi corriendo, una desenfrenada carrera contra la desesperación, entre más turistas y feriantes. Quería encontrarlo, ya no para pedirle explicaciones, ya no para interrogarlo. Tan sólo deseaba abrazarlo y besarlo. Nuevas sensaciones que se desvanecieron en viejas lágrimas.
Rendida, parecía que el mundo temblaba. La seguridad y la tranquilidad que tenía con él sucumbieron por una estúpida discusión. Nunca antes se había sentido tan afligida, tan desolada, tan abandonada. Siempre le había parecido improbable, casi imposible, una actitud semejante por parte de él. A lo sumo, ante un intercambio de palabras y frases fuertes o dolorosas como las que recordaba, él se hubiera ido a otro ambiente del hogar, a escuchar música o leer, a encerrarse en sí, pero nunca este abandono. ¿Nunca había llegado a conocerlo entonces? Le era difícil creer que catorce años de felicidad pudieran caerse tan rápida y letalmente, como caerían las mil piezas de un dominó interminable. “Debo volver”, pensó. “¿Qué más puedo hacer?”, murmuró, sabiendo que no existiría respuesta.
A paso cansino, bajo el sol del mediodía que, afortunadamente, refrescaba la suave brisa, volvió y se tendió en la cama para tratar de lavar todo con sus lágrimas. Habían pasado veinte minutos o tal vez más. Estaba dormitando o quizás dormida, cuando un nuevo portazo, un idéntico golpe seco como el de esa mañana, la levantó como un fuerte viento remonta un endeble barrilete. Recordó claramente, como quien ve una película por tercera o cuarta vez, cada grito, cada frase, cada razón. No oyó pasos, ni voces. De todos modos, lo buscó por el departamento, pero sin mejor suerte. Abrió la puerta hacia el patio-terraza, que daba al pulmón de manzana, y lo vio. Allí estaba, entregado a los devenires de una novela policial que lo desvelaba desde hacía algunos días.
–“¡Buenos días mi amor! Es la segunda vez que se me cierra esa puerta. ¿Te desperté?”, le dijo Rodrigo a su esposa, bajando la voz sobre el final de la frase, sin entender porqué ella lloraba y reía a la vez.
Seguramente se había pasado la mañana entera leyendo. No sólo no había salido a la plaza, ni al bar, ni al cibercafé, sino que no le había gritado, no la había lastimado y mucho menos abandonado. ¿Había sido como siempre? ¿Una pelea y su posterior escape, en este caso a la lectura? ¿Había sido una pesadilla?, o ¿pura realidad? Una mezcla de ambas, tal vez. Ya no importaba. Ella se le acercó. Lo miró con esos ojos dulces como la miel, llenos de lágrimas, ahora sólo de amor. Y lo besó. Como nunca, como siempre.