Tandil
–¡No salgas, JuanMa, nooooo!– le gritó Silvana.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
Por iniciativa de Silvana, decidieron visitar Tandil, escapando del caos del tránsito de cada piquete, de los celulares sonando a cualquier hora, de las agotadoras reuniones de trabajo, de los reportes de última hora para jefes impacientes. Tandil significaba lo que un oasis en el desierto: la posibilidad de un refresco para afrontar el último tramo del año con algo más de energía. Un conocido les pasó el dato de Raúl, quien se ganaba la vida alquilando una casita al pie de las sierras. Nada excéntrico, muy por el contrario, se podría describir como rústica, de techos bajos con marcos y puertas de madera. Aunque barata, prolija. De lejos aparecía como una piedra en el medio de la ladera verde, antesala de la gran piedra: la sierra. La casa vecina más cercana estaba como a cincuenta metros, justo donde el camino de ripio pegaba la vuelta ascendente hacia la cima.
Raúl, un gordo de buen comer en sus largos cuarenta, los esperaba en su jeep estacionado cerca de la tranquera. Previamente, había encendido unos cuantos leños para calefaccionar el ambiente, en aquel octubre que parecía haberse contagiado de algún julio o algún agosto.
–Pasen, pasen– los invitó Raúl, con tono orgulloso y simpático. –No es ningún lujo, pero bueh..., es cómoda.
Agregó que la puerta principal se trababa por dentro y que salieran por la de atrás, que se cerraba con pasador y candado.
–Las ventanas tienen postigones por fuera, pero nunca los cerramos. Ah, allá al fondo tengo unas gallinas. Por las mañanas les doy de comer, así que si escuchan ruidos no se asusten. Ahora les traigo la garrafa y después el televisor, que no lo dejo por las dudas, ¿vieron?
–Bueno, gracias. Primero la garrafa y antes de las diez la tele, que hoy juega Vélez– le pidió Juan Manuel tomando las llaves y cambiándolas por el pago de la estadía.
La casa efectivamente era rústica. Los cuatro pudieron verificarlo en cada detalle. Las paredes, de revoque embolsado, extrañaban un baño de pintura desde hacía algún tiempo. El techo, con tirantes de madera y ladrillos sapo, parecía estar a punto de caerse. La mesa, las sillas, las camas y el sofá les fueron familiares, parecían de cualquiera de sus abuelos o comprados en una casa de empeño. Pero dos cosas daban confort: el rojo candente de la leña y la vista, de las sierras al frente, y del verde campo hacia atrás.
No se habían acomodado aún, cuando vieron acercarse el jeep de Raúl.
–Perdonen, me olvidé que la garrafa es nueva, así que les prendo el calefón ahora, y ya les queda prendido– comentó.
Lucas se incomodó. Estaba recostado en el viejo sofá, con los pies sobre la mesa ratona. El hombre debía de estar solo, pues de otro modo ya hubiera tenido todo listo para estar con su familia o amigos.
A pesar de la llovizna, Juan Manuel salió con Raúl, y charlando lo acompañó hasta el jeep.
Más tarde, los cuatro fueron al centro, a comprar carne y vinos para el asado del día siguiente. A la noche comerían unas pizzas caseras, esas que Julieta amasa con dulzura.
La ciudad les pareció ordenada, limpia, tranquila, una antítesis de Buenos Aires. No volaban miles de panfletos de supermercados, ni de locutorios ni de farmacias; el tránsito no conocía lo que era un embotellamiento, menos un piquete; y a la gente no le sonaba el celular a cada instante. De vuelta, por la avenida Avellaneda reconocieron el jeep mal estacionado, cruzado por una camioneta color rojo viejo despintado.
–¿Habrá venido a comprar un televisor? – bromeó Lucas.
–Si no trae la tele, lo mato– sentenció Juan Manuel, y todos rieron.
Las risas terminaron abruptamente. Dos hombres, que parecían padre e hijo, increpaban a Raúl. Lo insultaban y Raúl parecía pedir clemencia. Juan Manuel frenó cerca de los tres y gritó:
–¡¿Todo bien, Raúl!?
A esto, los hombres, lo dejaron ir, devolviendo hacia el auto una mirada de bronca. Raúl se fue corriendo, mientras los hombres lo amenazaban:
–¡A la prósima no te salva nadie! ¡Ya te vamo’ a encontrá en el rancho!
Volvieron a la casa. Silvana y Juan Manuel discutiendo, Julieta y Lucas en silencio argentino.
–¡Qué te tenés que meter! ¿Me querés decir?
–Es un buen tipo, ¡che! Se vino desde el sur hace quince años. Me contó cuando lo acompañé al jeep– se defendió Juan Manuel.
–Se habrá venido porque les debía guita a esos dos, y ahora se vinieron a cobrarle– interrumpió Lucas, siempre listo para meter su toque de humor irónico.
El mero paso del tiempo y el hambre ayudaron a que volviera la calma. Julieta, con las manos en la masa, Silvana innovaba asando morrones en la leña y los hombres se mentían en un truco. Tanto pasó el tiempo que las sierras y los campos se escondieron tras un gran telón negro y la luz interna de la cabaña hacía espejo con la noche externa.
–Che, ¿tenemos cerveza?– preguntó Lucas, temiendo recibir una negativa.
–Vamos hasta la ruta a comprar– propuso su contrincante, que no ligaba nada.
–¿Nos van a dejar solas?– reclamaron ambas esposas.
–¡Déjense de joder! No estamos en Buenos Aires, acá no pasa nada. ¿No vieron que Raúl ni cierra los postigones?– respondió Juan Manuel, quien parecía tener un apego por el dueño de la casa.
–Vamos y venimos rápido– prometió Lucas a su esposa. Julieta confiaba en su marido, pero temía que el otro quisiera irse para el centro a ver el partido, viendo que Raúl aún no había traído el televisor.
Así se fueron los hombres. Solas ellas, escuchaban y ponían atención a todos y cada uno de los ruidos. El viento cantaba y hacía bailar a las plantas y a los árboles, las gallinas cacareaban como un coro muy desafinado, y la llovizna no paraba mientras ellas deseaban que sus esposos regresaran pronto.
–¡Qué gonca tu jermu, eh!– lanzó Juan Manuel, en ese tono medio chiste, medio machote que pone cuando quiere.
–Igualita a la tuya.
Al llegar al bar-despensa del cruce de la ruta 41 y la 226, Lucas reconoció la camioneta roja. Estacionaron al lado y Lucas divisó una escopeta en la cabina. Irían a buscarlo a Raúl. Sería para asustarlo, para que pagara sus deudas. Podría ser para matarlo, si es que sus deudas no podían cobrarse en contante y sonante. Tan pronto el padre y el hijo vieron entrar a Juan Manuel y a Lucas, pero en especial a Juan Manuel, pagaron y se fueron, sin cruzar siquiera una mirada esta vez.
–Mierda, te tienen miedo esos dos– dijo Lucas –¿Viste la escopeta en la camioneta?– preguntó, ahora, con alguna preocupación.
–No vi nada, no seas cagón vos también. Son dos pueblerinos inofensivos.
El porteño siempre anda en búsqueda de la oportunidad para mostrarse superior. Y en eso, Juan Manuel se sentía un coloso. Fue raro que no comenzara a relatar todas las peleas que tuvo en Bariloche, en el viaje de egresados; o las de Rosario, cuando hacía corretaje; o algunas de las de la cancha, se ve que Liniers, más que estadio de fútbol, era un ring de boxeo. Lucas, conocedor de todas las historias, pero testigo de ninguna.
Silvana y Julieta seguían sobresaltándose con cada ruido, inclusive, gritaron de miedo cuando sus esposos entraron por la puerta de atrás.
–¿No vieron las luces del auto?– preguntó Lucas, como si no hubiera existido posibilidad de no verlas.
–Pensar que puede haber alguien viéndonos desde afuera. Y no nos daríamos cuenta– dijo Juan Manuel en un tono que pretendió ser tenebroso.
–Andá a cerrar los postigones– le ordenó Silvana. La idea de sentirse observada la inquietaba.
–¿¡Pero quién nos va a ver!? Si afuera sólo hay piedra, campo y lluvia– vociferó su esposo, mientras salía a cumplir con la orden. Volvió un poco mojado, antes que Lucas terminara de mezclar.
–¿Por qué no los cerraste?
–Están trabados con candados. Será para que no se los afanen– se extrañó Juan Manuel.
–Se los afanarán para leña– acotó Lucas.
Julieta, que cuidaba de la masa como si fuera un tesoro, tampoco simpatizaba con la remota posibilidad de que alguien estuviera observándolos desde la llovizna. Raúl podría haberlos trabado a propósito, no sólo no le caía en gracia, sino que además le parecía un entrometido y un mirón. Por algo lo andarían persiguiendo aquellos dos hombres, seguramente se habría propasado con la hija o la esposa de alguno de ellos, baboso cuarentón.
–Es Raúl– gritó. –Nos ve desde afuera–.
Ojos desorbitados, rostro pálido y grito agudo aseguraban que había visto al mismísimo Raúl en una de las ventanas. Silvana también gritó y ambos maridos lanzaron sus carcajadas. De repente, se oyeron ruidos desde afuera. Las risas enmudecieron y los gritos se multiplicaron. Los ruidos no eran del viento, no parecían de los cuices que habían visto durante el día y mucho menos de las gallinas. Habían sido claramente pasos. Pasos de personas. Algunos cercanos, otros como de más lejos. Pasos que cesaron junto con los gritos. Lucas se aterró, tanto o más que las mujeres. Juan Manuel intentó ver por todas las ventanas, pero la noche oscura no lo dejó. Tomó algo de su mochila y salió por la puerta de atrás.
–¡No salgas, JuanMa, nooooo!– le gritó Silvana.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
–La compró cuando nos quisieron robar el auto– trató de justificar Silvana.
Un disparo seco bajo la llovizna, que no cesaba desde la mañana, los obligó a salir. Silvana, desesperada, en busca de su marido. Lo imaginó muerto, tendido sobre el pasto mojado. Pero lo vio con el arma apuntando a la nada, como con la culpa de haber disparado. Lucas salió tras su esposa, tan temeroso como dispuesto a protegerla.
Los tres vieron a Juan Manuel soltar el arma y abalanzarse sobre un cuerpo que yacía en el pasto.
–¡¿Qué hiciste, boludo?! – gritó Lucas.
–¡Nada! ¡No sé! ¡Yo no disparé!.
Silvana y Julieta estallaron en llanto. Al borde de la histeria, no podían articular palabra. De poco servirían las técnicas aprendidas en el curso de primeros auxilios, porque Raúl ya no volvería a la vida. Sin embargo, Juan Manuel trataba de reanimarlo. Y Lucas pensaba... Llamar a la policía sería lo correcto. Él siempre haciendo lo correcto. Pero... ¿qué diría? Primero debía asegurarse de que Juan Manuel no fuera responsable. En rigor, lo mismo daba, si llamar a la policía era lo correcto. Pero, si no había sido él, entonces ¿quién? ¿El padre y el hijo? Ésos habrían sido los pasos escuchados antes. Los lejanos, del padre y del hijo, y los de cerca, de Raúl. Seguro que lo venían persiguiendo, con tanta mala fortuna que los cuatro capitalinos se aterraron por un par de ruidos. Aunque, ahora, justificadamente aterrados. Al final, hubo un disparo, y un muerto y un asesino, o tal vez dos. Buscó en la oscuridad, como acto reflejo, la camioneta, o los hombres, o algo. Pero todo era noche, llovizna y silencio.
El día de la sentencia, Juan Manuel vistió el mismo traje de su casamiento. Hacía tiempo no lo usaba, pero durante el proceso había perdido varios kilos. Nervios, angustias, dudas. Silvana y Julieta, sobrias pero no menos nerviosas, deseaban que todo terminara allí mismo, de un modo u otro, ya no importaba. Lucas, tal vez, el más tranquilo. O al menos eso mostraba hacia fuera. Para sus adentros, quién sabe.
Hubo un muerto, hubo un asesino, hubo un juicio, hubo un culpable y hubo una sentencia. La familia de Raúl Jacinto López sigue alquilando la casita al pie de las sierras, pero han quitado los candados de los postigones.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
Por iniciativa de Silvana, decidieron visitar Tandil, escapando del caos del tránsito de cada piquete, de los celulares sonando a cualquier hora, de las agotadoras reuniones de trabajo, de los reportes de última hora para jefes impacientes. Tandil significaba lo que un oasis en el desierto: la posibilidad de un refresco para afrontar el último tramo del año con algo más de energía. Un conocido les pasó el dato de Raúl, quien se ganaba la vida alquilando una casita al pie de las sierras. Nada excéntrico, muy por el contrario, se podría describir como rústica, de techos bajos con marcos y puertas de madera. Aunque barata, prolija. De lejos aparecía como una piedra en el medio de la ladera verde, antesala de la gran piedra: la sierra. La casa vecina más cercana estaba como a cincuenta metros, justo donde el camino de ripio pegaba la vuelta ascendente hacia la cima.
Raúl, un gordo de buen comer en sus largos cuarenta, los esperaba en su jeep estacionado cerca de la tranquera. Previamente, había encendido unos cuantos leños para calefaccionar el ambiente, en aquel octubre que parecía haberse contagiado de algún julio o algún agosto.
–Pasen, pasen– los invitó Raúl, con tono orgulloso y simpático. –No es ningún lujo, pero bueh..., es cómoda.
Agregó que la puerta principal se trababa por dentro y que salieran por la de atrás, que se cerraba con pasador y candado.
–Las ventanas tienen postigones por fuera, pero nunca los cerramos. Ah, allá al fondo tengo unas gallinas. Por las mañanas les doy de comer, así que si escuchan ruidos no se asusten. Ahora les traigo la garrafa y después el televisor, que no lo dejo por las dudas, ¿vieron?
–Bueno, gracias. Primero la garrafa y antes de las diez la tele, que hoy juega Vélez– le pidió Juan Manuel tomando las llaves y cambiándolas por el pago de la estadía.
La casa efectivamente era rústica. Los cuatro pudieron verificarlo en cada detalle. Las paredes, de revoque embolsado, extrañaban un baño de pintura desde hacía algún tiempo. El techo, con tirantes de madera y ladrillos sapo, parecía estar a punto de caerse. La mesa, las sillas, las camas y el sofá les fueron familiares, parecían de cualquiera de sus abuelos o comprados en una casa de empeño. Pero dos cosas daban confort: el rojo candente de la leña y la vista, de las sierras al frente, y del verde campo hacia atrás.
No se habían acomodado aún, cuando vieron acercarse el jeep de Raúl.
–Perdonen, me olvidé que la garrafa es nueva, así que les prendo el calefón ahora, y ya les queda prendido– comentó.
Lucas se incomodó. Estaba recostado en el viejo sofá, con los pies sobre la mesa ratona. El hombre debía de estar solo, pues de otro modo ya hubiera tenido todo listo para estar con su familia o amigos.
A pesar de la llovizna, Juan Manuel salió con Raúl, y charlando lo acompañó hasta el jeep.
Más tarde, los cuatro fueron al centro, a comprar carne y vinos para el asado del día siguiente. A la noche comerían unas pizzas caseras, esas que Julieta amasa con dulzura.
La ciudad les pareció ordenada, limpia, tranquila, una antítesis de Buenos Aires. No volaban miles de panfletos de supermercados, ni de locutorios ni de farmacias; el tránsito no conocía lo que era un embotellamiento, menos un piquete; y a la gente no le sonaba el celular a cada instante. De vuelta, por la avenida Avellaneda reconocieron el jeep mal estacionado, cruzado por una camioneta color rojo viejo despintado.
–¿Habrá venido a comprar un televisor? – bromeó Lucas.
–Si no trae la tele, lo mato– sentenció Juan Manuel, y todos rieron.
Las risas terminaron abruptamente. Dos hombres, que parecían padre e hijo, increpaban a Raúl. Lo insultaban y Raúl parecía pedir clemencia. Juan Manuel frenó cerca de los tres y gritó:
–¡¿Todo bien, Raúl!?
A esto, los hombres, lo dejaron ir, devolviendo hacia el auto una mirada de bronca. Raúl se fue corriendo, mientras los hombres lo amenazaban:
–¡A la prósima no te salva nadie! ¡Ya te vamo’ a encontrá en el rancho!
Volvieron a la casa. Silvana y Juan Manuel discutiendo, Julieta y Lucas en silencio argentino.
–¡Qué te tenés que meter! ¿Me querés decir?
–Es un buen tipo, ¡che! Se vino desde el sur hace quince años. Me contó cuando lo acompañé al jeep– se defendió Juan Manuel.
–Se habrá venido porque les debía guita a esos dos, y ahora se vinieron a cobrarle– interrumpió Lucas, siempre listo para meter su toque de humor irónico.
El mero paso del tiempo y el hambre ayudaron a que volviera la calma. Julieta, con las manos en la masa, Silvana innovaba asando morrones en la leña y los hombres se mentían en un truco. Tanto pasó el tiempo que las sierras y los campos se escondieron tras un gran telón negro y la luz interna de la cabaña hacía espejo con la noche externa.
–Che, ¿tenemos cerveza?– preguntó Lucas, temiendo recibir una negativa.
–Vamos hasta la ruta a comprar– propuso su contrincante, que no ligaba nada.
–¿Nos van a dejar solas?– reclamaron ambas esposas.
–¡Déjense de joder! No estamos en Buenos Aires, acá no pasa nada. ¿No vieron que Raúl ni cierra los postigones?– respondió Juan Manuel, quien parecía tener un apego por el dueño de la casa.
–Vamos y venimos rápido– prometió Lucas a su esposa. Julieta confiaba en su marido, pero temía que el otro quisiera irse para el centro a ver el partido, viendo que Raúl aún no había traído el televisor.
Así se fueron los hombres. Solas ellas, escuchaban y ponían atención a todos y cada uno de los ruidos. El viento cantaba y hacía bailar a las plantas y a los árboles, las gallinas cacareaban como un coro muy desafinado, y la llovizna no paraba mientras ellas deseaban que sus esposos regresaran pronto.
–¡Qué gonca tu jermu, eh!– lanzó Juan Manuel, en ese tono medio chiste, medio machote que pone cuando quiere.
–Igualita a la tuya.
Al llegar al bar-despensa del cruce de la ruta 41 y la 226, Lucas reconoció la camioneta roja. Estacionaron al lado y Lucas divisó una escopeta en la cabina. Irían a buscarlo a Raúl. Sería para asustarlo, para que pagara sus deudas. Podría ser para matarlo, si es que sus deudas no podían cobrarse en contante y sonante. Tan pronto el padre y el hijo vieron entrar a Juan Manuel y a Lucas, pero en especial a Juan Manuel, pagaron y se fueron, sin cruzar siquiera una mirada esta vez.
–Mierda, te tienen miedo esos dos– dijo Lucas –¿Viste la escopeta en la camioneta?– preguntó, ahora, con alguna preocupación.
–No vi nada, no seas cagón vos también. Son dos pueblerinos inofensivos.
El porteño siempre anda en búsqueda de la oportunidad para mostrarse superior. Y en eso, Juan Manuel se sentía un coloso. Fue raro que no comenzara a relatar todas las peleas que tuvo en Bariloche, en el viaje de egresados; o las de Rosario, cuando hacía corretaje; o algunas de las de la cancha, se ve que Liniers, más que estadio de fútbol, era un ring de boxeo. Lucas, conocedor de todas las historias, pero testigo de ninguna.
Silvana y Julieta seguían sobresaltándose con cada ruido, inclusive, gritaron de miedo cuando sus esposos entraron por la puerta de atrás.
–¿No vieron las luces del auto?– preguntó Lucas, como si no hubiera existido posibilidad de no verlas.
–Pensar que puede haber alguien viéndonos desde afuera. Y no nos daríamos cuenta– dijo Juan Manuel en un tono que pretendió ser tenebroso.
–Andá a cerrar los postigones– le ordenó Silvana. La idea de sentirse observada la inquietaba.
–¿¡Pero quién nos va a ver!? Si afuera sólo hay piedra, campo y lluvia– vociferó su esposo, mientras salía a cumplir con la orden. Volvió un poco mojado, antes que Lucas terminara de mezclar.
–¿Por qué no los cerraste?
–Están trabados con candados. Será para que no se los afanen– se extrañó Juan Manuel.
–Se los afanarán para leña– acotó Lucas.
Julieta, que cuidaba de la masa como si fuera un tesoro, tampoco simpatizaba con la remota posibilidad de que alguien estuviera observándolos desde la llovizna. Raúl podría haberlos trabado a propósito, no sólo no le caía en gracia, sino que además le parecía un entrometido y un mirón. Por algo lo andarían persiguiendo aquellos dos hombres, seguramente se habría propasado con la hija o la esposa de alguno de ellos, baboso cuarentón.
–Es Raúl– gritó. –Nos ve desde afuera–.
Ojos desorbitados, rostro pálido y grito agudo aseguraban que había visto al mismísimo Raúl en una de las ventanas. Silvana también gritó y ambos maridos lanzaron sus carcajadas. De repente, se oyeron ruidos desde afuera. Las risas enmudecieron y los gritos se multiplicaron. Los ruidos no eran del viento, no parecían de los cuices que habían visto durante el día y mucho menos de las gallinas. Habían sido claramente pasos. Pasos de personas. Algunos cercanos, otros como de más lejos. Pasos que cesaron junto con los gritos. Lucas se aterró, tanto o más que las mujeres. Juan Manuel intentó ver por todas las ventanas, pero la noche oscura no lo dejó. Tomó algo de su mochila y salió por la puerta de atrás.
–¡No salgas, JuanMa, nooooo!– le gritó Silvana.
Pero fue en vano. Juan Manuel salió bruscamente por la puerta de atrás y se fue hacia la izquierda, para el lado donde estaba la chimenea del hogar a leña. Adentro, con miedo, Silvana, Julieta y Lucas. Juan Manuel había salido con el arma.
–La compró cuando nos quisieron robar el auto– trató de justificar Silvana.
Un disparo seco bajo la llovizna, que no cesaba desde la mañana, los obligó a salir. Silvana, desesperada, en busca de su marido. Lo imaginó muerto, tendido sobre el pasto mojado. Pero lo vio con el arma apuntando a la nada, como con la culpa de haber disparado. Lucas salió tras su esposa, tan temeroso como dispuesto a protegerla.
Los tres vieron a Juan Manuel soltar el arma y abalanzarse sobre un cuerpo que yacía en el pasto.
–¡¿Qué hiciste, boludo?! – gritó Lucas.
–¡Nada! ¡No sé! ¡Yo no disparé!.
Silvana y Julieta estallaron en llanto. Al borde de la histeria, no podían articular palabra. De poco servirían las técnicas aprendidas en el curso de primeros auxilios, porque Raúl ya no volvería a la vida. Sin embargo, Juan Manuel trataba de reanimarlo. Y Lucas pensaba... Llamar a la policía sería lo correcto. Él siempre haciendo lo correcto. Pero... ¿qué diría? Primero debía asegurarse de que Juan Manuel no fuera responsable. En rigor, lo mismo daba, si llamar a la policía era lo correcto. Pero, si no había sido él, entonces ¿quién? ¿El padre y el hijo? Ésos habrían sido los pasos escuchados antes. Los lejanos, del padre y del hijo, y los de cerca, de Raúl. Seguro que lo venían persiguiendo, con tanta mala fortuna que los cuatro capitalinos se aterraron por un par de ruidos. Aunque, ahora, justificadamente aterrados. Al final, hubo un disparo, y un muerto y un asesino, o tal vez dos. Buscó en la oscuridad, como acto reflejo, la camioneta, o los hombres, o algo. Pero todo era noche, llovizna y silencio.
El día de la sentencia, Juan Manuel vistió el mismo traje de su casamiento. Hacía tiempo no lo usaba, pero durante el proceso había perdido varios kilos. Nervios, angustias, dudas. Silvana y Julieta, sobrias pero no menos nerviosas, deseaban que todo terminara allí mismo, de un modo u otro, ya no importaba. Lucas, tal vez, el más tranquilo. O al menos eso mostraba hacia fuera. Para sus adentros, quién sabe.
Hubo un muerto, hubo un asesino, hubo un juicio, hubo un culpable y hubo una sentencia. La familia de Raúl Jacinto López sigue alquilando la casita al pie de las sierras, pero han quitado los candados de los postigones.
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