Canción de niños
Carolina posee una casa victoriana en la costa turística de Edimburgo. Un Bed & Breakfast, que por estos días de enero descansa de jóvenes turistas y cobija cálidamente sus sueños. En algunas temporadas más, calcula, podrá retornar a la Argentina, a su casa, a sus afectos, a su familia, a su abuela.
Volver a ver esos ojos azules que la vieron crecer, volver a acariciar esas manos que la alimentaron cada mediodía de su infancia, a peinar esos suaves cabellos blancos que brillaron dorados en su juventud, a compartir tardes de mate, aunque su grandma ya no pueda tomarlos y la acompañe con un té.
Carolina añora a su abuela, más que a nadie esta mañana, porque un domingo como hoy, pero de 1924, nacía la madre de su madre, en una fría y solitaria cabaña de la campiña escocesa.
Ochenta años, piensa, mientras llena la silbadora para prepararse unos argentinísimos mates. Ochenta años, piensa, mientras un par de lágrimas emergen de sus, también, ojos azules. Ochenta años, piensa, mientras en esas lágrimas ve las historias que su grandma le contara, las alegrías que vivió, las penurias sufridas. Ochenta años, piensa, y ve aquel barco del que siempre escuchó hablar, huele la humedad que arruinó los pasaportes, repite la traducción del empleado de Migraciones –que cambió su Towers de origen por el Torres actual–, ríe la alegría del casamiento de la nena, se ve caminando aquellos pasitos que ya caminó, llora las lágrimas negras de la viudez. Ochenta años, piensa.
Son las ocho, e, inesperadamente, suena el teléfono. Un leve temblor interno hace que manche el mantel con un par de gotas verdes. No espera ningún llamado, todavía no es tiempo de consultas para la temporada de verano, tampoco llaman sus amigos tan temprano. Menos aún, su madre desde Buenos Aires, debido a la diferencia horaria.
–¡No te puedo creer! Pero... ¿qué pasó?– pregunta Carolina.
Luego del llamado no vuelve a tener noticias, nadie contesta en su casa de Buenos Aires y tampoco hay nadie conectado en Internet. Se acerca al sillón de dos cuerpos junto a la chimenea, respira profundo y se sienta. Lamenta no haberse vuelto antes, el año pasado cuando le ofrecieron unas buenas libras por la posada. Su mente entra en una torbellino de imágenes superpuestas, chica jugando con su abuela, y grande llorando sobre su tumba, alegre retornando a su país, vieja y sola en ese mismo sillón, feliz corriendo con sus hijos por la playa, blanco muerte en su velorio.
En el mar encontró un poco de serenidad. Un tibio sol de otoño se abre paso entre grisáceos nubarrones, acariciando un mar calmo con sus suaves rayos. Ve en la ventana a sus abuelos, como si ese sol tibio fuera aquella esperanza que los impulsó a dejar Edimburgo. Los nubarrones hacen de futuro incierto pero el reflejo dorado lo muestra auspicioso, si se trabaja duro, con el mismo esfuerzo que el sol hace para sobreponerse a los nubarrones. Carolina sonríe.
Pasa la mañana, parece que lentamente, pero el tiempo avanza siempre al mismo ritmo. Las primeras gotas de una lluvia incipiente apagan los rayos dorados. Del reflejo de sus abuelos, a las penurias que sufrieron en aquellos primeros años en el Conventillo de Soler y Canning. Frío, hambre, desesperanza. La lluvia crece a la vez que el mar se convulsiona, y muestra su rabia llenándose de sal. Carolina entiende que fueron épocas difíciles y llora.
Llega el mediodía, el eco de los ruidos de su estómago se lo anuncia. Calienta algunas sobras y vuelve al sillón. Nota que ha dejado de llover, un colorido arco iris es el resultado de la vuelta del sol, más fuerte, más firme, como si hubiera salido fortalecido en la batalla contra la lluvia. El mar se ve alegre, con olas de perfecto azul y la visita de mil gaviotas. Carolina ve su infancia. ¡Qué alegría la de aquellos días! Sus abuelos y sus padres habían logrado una buena posición y las tristezas del pasado parecían haber quedado atrás. Carolina vuelve a sonreír.
Se va el sol, se nubla otra vez, anochece. Ella sigue en su sillón, viendo a través del bow-window. Pero el mar ya no está, porque la noche cae oscura. Imperceptiblemente, primero, copiosamente, después, los vidrios de la ventana se llenan de blanco. Está nevando. Carolina ve a su abuela, el blanco de la nieve se la recuerda. Tararea con cierta alegría, una canción de niños que su abuela le enseñara cuando pequeña.
Por fin, suena el teléfono.
Es lunes, sus ojos han llorado lo suficiente, Carolina sabe que el amor por sus abuelos también duele. Prepara la silbadora, y en la casa se escucha aquella canción de niños.
Volver a ver esos ojos azules que la vieron crecer, volver a acariciar esas manos que la alimentaron cada mediodía de su infancia, a peinar esos suaves cabellos blancos que brillaron dorados en su juventud, a compartir tardes de mate, aunque su grandma ya no pueda tomarlos y la acompañe con un té.
Carolina añora a su abuela, más que a nadie esta mañana, porque un domingo como hoy, pero de 1924, nacía la madre de su madre, en una fría y solitaria cabaña de la campiña escocesa.
Ochenta años, piensa, mientras llena la silbadora para prepararse unos argentinísimos mates. Ochenta años, piensa, mientras un par de lágrimas emergen de sus, también, ojos azules. Ochenta años, piensa, mientras en esas lágrimas ve las historias que su grandma le contara, las alegrías que vivió, las penurias sufridas. Ochenta años, piensa, y ve aquel barco del que siempre escuchó hablar, huele la humedad que arruinó los pasaportes, repite la traducción del empleado de Migraciones –que cambió su Towers de origen por el Torres actual–, ríe la alegría del casamiento de la nena, se ve caminando aquellos pasitos que ya caminó, llora las lágrimas negras de la viudez. Ochenta años, piensa.
Son las ocho, e, inesperadamente, suena el teléfono. Un leve temblor interno hace que manche el mantel con un par de gotas verdes. No espera ningún llamado, todavía no es tiempo de consultas para la temporada de verano, tampoco llaman sus amigos tan temprano. Menos aún, su madre desde Buenos Aires, debido a la diferencia horaria.
–¡No te puedo creer! Pero... ¿qué pasó?– pregunta Carolina.
Luego del llamado no vuelve a tener noticias, nadie contesta en su casa de Buenos Aires y tampoco hay nadie conectado en Internet. Se acerca al sillón de dos cuerpos junto a la chimenea, respira profundo y se sienta. Lamenta no haberse vuelto antes, el año pasado cuando le ofrecieron unas buenas libras por la posada. Su mente entra en una torbellino de imágenes superpuestas, chica jugando con su abuela, y grande llorando sobre su tumba, alegre retornando a su país, vieja y sola en ese mismo sillón, feliz corriendo con sus hijos por la playa, blanco muerte en su velorio.
En el mar encontró un poco de serenidad. Un tibio sol de otoño se abre paso entre grisáceos nubarrones, acariciando un mar calmo con sus suaves rayos. Ve en la ventana a sus abuelos, como si ese sol tibio fuera aquella esperanza que los impulsó a dejar Edimburgo. Los nubarrones hacen de futuro incierto pero el reflejo dorado lo muestra auspicioso, si se trabaja duro, con el mismo esfuerzo que el sol hace para sobreponerse a los nubarrones. Carolina sonríe.
Pasa la mañana, parece que lentamente, pero el tiempo avanza siempre al mismo ritmo. Las primeras gotas de una lluvia incipiente apagan los rayos dorados. Del reflejo de sus abuelos, a las penurias que sufrieron en aquellos primeros años en el Conventillo de Soler y Canning. Frío, hambre, desesperanza. La lluvia crece a la vez que el mar se convulsiona, y muestra su rabia llenándose de sal. Carolina entiende que fueron épocas difíciles y llora.
Llega el mediodía, el eco de los ruidos de su estómago se lo anuncia. Calienta algunas sobras y vuelve al sillón. Nota que ha dejado de llover, un colorido arco iris es el resultado de la vuelta del sol, más fuerte, más firme, como si hubiera salido fortalecido en la batalla contra la lluvia. El mar se ve alegre, con olas de perfecto azul y la visita de mil gaviotas. Carolina ve su infancia. ¡Qué alegría la de aquellos días! Sus abuelos y sus padres habían logrado una buena posición y las tristezas del pasado parecían haber quedado atrás. Carolina vuelve a sonreír.
Se va el sol, se nubla otra vez, anochece. Ella sigue en su sillón, viendo a través del bow-window. Pero el mar ya no está, porque la noche cae oscura. Imperceptiblemente, primero, copiosamente, después, los vidrios de la ventana se llenan de blanco. Está nevando. Carolina ve a su abuela, el blanco de la nieve se la recuerda. Tararea con cierta alegría, una canción de niños que su abuela le enseñara cuando pequeña.
Por fin, suena el teléfono.
Es lunes, sus ojos han llorado lo suficiente, Carolina sabe que el amor por sus abuelos también duele. Prepara la silbadora, y en la casa se escucha aquella canción de niños.
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