Olvido Impune
Te vinieron a buscar, te llevaron. Las hojas amarillas de álamo cantaban con el paso de la gente. Pero cuando vinieron ellos con sus pasos de tanque, las hundieron, destruyéndolas, callándolas para siempre. La luz que se ganaba por la ventana iluminando tus discos se apagó. La sombra de ellos oscureció tu cuarto. El timbre sonó tres veces seguidas, impacientes, autoritarias. El corazón te galopaba como tropilla en furia. Una brisa fría te quemó el sudor de tu espalda y de tu frente, aunque ese día no hubo brisa. ¿Qué podías hacer? Sabías que venían por vos. ¿Irte, esconderte tal vez? ¿Cómo saberlo? No tuviste chance, no te dieron opción. Ellos decidieron por vos, y te llevaron. La tarde se apagó como siempre, dejando de aclarar para oscurecer.
Tres meses, menos. Volviste. El silencio y el llanto fueron tus amigos. Tus amigos no vinieron. La vergüenza los anuló. ¿Qué podían haber hecho? Escuchar tu silencio hubiera bastado, hubiera servido, era necesario. Pero ni pudieron, no sabían cómo y no vinieron. Las pesadillas te perseguían, inclusive durante el día. Te despertabas antes de dormirte. Despierto las pesadillas eran terroríficas, drásticas, desgarradoras. Pero nadie notó nada, tu silencio y tu llanto flotaban ante todo. Ni el frío del inminente invierno te despertaba, es que no dormías. Tu cuerpo ardía por dentro como brasas eternas avivadas por vientos azarosos. No pudiste hacer nada. ¿Qué podías hacer? El olvido decidió por vos.
Cinco años, algo más. La calle es tu hogar y los trenes tu sustento. La súplica tu herramienta de trabajo. Cada día ves miles de caras apócrifas, descoloridas, distantes. Están del otro lado, pero llevan la expresión de no saber de sí, ni del ayer y mucho menos del mañana. Sus miradas te esquivan, los avergonzás. Eso dirían si pudieran hablarte. Si fueran sinceros dirían que se avergüenzan de sí mismos. Sus ojos miran sin ver y sus mentes piensan sin recordante. Te dan unas monedas por tus calcomanías, quizás por lástima, quizás por bondad, pero nadie por recuerdo o amor. Te duelen más las monedas que la injustificada omisión. Comés de las migajas que la gente deja caer. Dormís, cuando podés, en algún hueco del que no te echen. Las pesadillas siguen y el frío ahora duele. Por dentro las brasas te han dejado seco, inservible, culpable. Aquella tarde de otoño con sol, cuando las botas callaron las hojas crujientes del álamo y sus cuerpos verdes enceguecieron tu habitación, tenías tus sueños. Eras inmortal. Allá, donde te llevaron, los perdiste, te los robaron. Volviste, en silencio y en llanto, para que un olvido impune te quitara la vida.
Tres meses, menos. Volviste. El silencio y el llanto fueron tus amigos. Tus amigos no vinieron. La vergüenza los anuló. ¿Qué podían haber hecho? Escuchar tu silencio hubiera bastado, hubiera servido, era necesario. Pero ni pudieron, no sabían cómo y no vinieron. Las pesadillas te perseguían, inclusive durante el día. Te despertabas antes de dormirte. Despierto las pesadillas eran terroríficas, drásticas, desgarradoras. Pero nadie notó nada, tu silencio y tu llanto flotaban ante todo. Ni el frío del inminente invierno te despertaba, es que no dormías. Tu cuerpo ardía por dentro como brasas eternas avivadas por vientos azarosos. No pudiste hacer nada. ¿Qué podías hacer? El olvido decidió por vos.
Cinco años, algo más. La calle es tu hogar y los trenes tu sustento. La súplica tu herramienta de trabajo. Cada día ves miles de caras apócrifas, descoloridas, distantes. Están del otro lado, pero llevan la expresión de no saber de sí, ni del ayer y mucho menos del mañana. Sus miradas te esquivan, los avergonzás. Eso dirían si pudieran hablarte. Si fueran sinceros dirían que se avergüenzan de sí mismos. Sus ojos miran sin ver y sus mentes piensan sin recordante. Te dan unas monedas por tus calcomanías, quizás por lástima, quizás por bondad, pero nadie por recuerdo o amor. Te duelen más las monedas que la injustificada omisión. Comés de las migajas que la gente deja caer. Dormís, cuando podés, en algún hueco del que no te echen. Las pesadillas siguen y el frío ahora duele. Por dentro las brasas te han dejado seco, inservible, culpable. Aquella tarde de otoño con sol, cuando las botas callaron las hojas crujientes del álamo y sus cuerpos verdes enceguecieron tu habitación, tenías tus sueños. Eras inmortal. Allá, donde te llevaron, los perdiste, te los robaron. Volviste, en silencio y en llanto, para que un olvido impune te quitara la vida.
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